Majestades, autoridades, amigos y compañeros de
Vocento, compañeros y amigos de Castilla y León.
Ésta es mi primera escapada festiva tras una
reclusión de dos lustros, abatido por una operación
de cáncer, en puro estado contemplativo, es decir,
acallando mis dos grandes pasiones: escribir y cazar.
En este lapso he vivido sin vivir en mí, en una
decadencia progresiva que no he sabido detener. «¿Es
que ha estado usted enfermo?», me preguntarán
ustedes. Eso creía yo, pero los cirujanos se
apresuraron a aclararme que lo mío, así
dure veinte años, no es propiamente una enfermedad,
sino el mero discurrir del tiempo tras una operación
quirúrgica delicada, como si dijéramos
aprendiendo a vivir de nuevo. Algo que, cuando éramos
más sencillos, ingenuos y directos, denominábamos
convalecencia, palabra desoladora que no nos constreñía
a abandonar la esperanza. A contrapelo, yo sé
hoy que un postoperatorio es como una enfermedad que
empieza tras un cáncer bien operado y termina
-al cabo de dos, cinco o veinte años- cuando
la vida y la recuperación del enfermo ya no dan
más de sí.
Tan desagradable situación me impide estar sentado
ahora entre ustedes de forma más amena, charlando
de esto y de lo otro, y me obliga a contarles mis miserias
a distancia, a través de un extraño invento
audiovisual.
Paralizado por este ocio forzoso, la concesión
del premio Vocento no ha dejado de sorprenderme. «¿Qué
valores humanos habrá visto nadie en mí
la última década, en la que no he hecho
cosa más emocionante que respirar?» «Pero
-me dicen- mientras respiraba usted seguía siendo
un hombre dotado de valores humanos. Un hombre atento
a la grave crisis moral de la Humanidad, capaz de reivindicar
viejos valores como la solidaridad y la comprensión,
esenciales a nuestra especie, mientras la más
de las personas se obstinaban en despenarse en los más
fáciles abismos del placer y la frivolidad».
Se diría que el «rey de la creación»
ha decidido olvidar unos valores que le iban resultando
ya un poco aburridos, tirando por caminos fáciles
y confortables. Renunció, a pesar de saberse
parido por mujer, a lo que en él había
de humano, y se limitó a gozar de la vida, ajeno
a toda posición moral.
Entre tanto, algunos hombres más nobles creaban
un premio a los valores humanos. El hombre humano se
iba haciendo tan raro en este mundo que bien merecía
ser distinguido. La vida se nos escapaba entre los dedos,
la pérdida de ozono nos abrasaba, la contaminación
de aire y agua hacía invivible la Tierra, las
gentes agredían, mataban, violaban, descuartizaban,
incendiaban, destruían... El hombre se había
convertido en lobo para el hombre, en palabras de Hobbes.
A lo largo de los siglos no había conseguido
evitar el estigma de Caín, despreciando cualquier
valor a cambio de una absoluta insensibilidad hacia
el mal.
Ante tan sórdido panorama, los amigos de Vocento
reculan, reivindican antiguas aspiraciones, y deciden
poner los medios para rescatar la dignidad humana. Intentan
devolver al hombre sus viejos valores, servir a la naturaleza
y a sus semejantes. En una palabra, los hombres de Vocento
tratan de regenerar la humanidad. Creen, como San Benito,
en una sociedad civil útil a sí misma
y crean, además, un premio de bello nombre, «premio
a los Valores Humanos», para intentar rescatar
la moral perdida.
Sin embargo, yo, con mi conocido escepticismo y tozuda
desconfianza, me pregunto: «¿Es justo que
se me otorgue a mí este premio, cuando son tantos
los hombres que hoy se desvelan por salvar a la Tierra?»
«Usted defiende a los desvalidos -me responden-,
apuntala la Naturaleza, propone la conservación
de la Tierra, y la paz y el amor entre los hombres.
Y lleva tan lejos esta defensa de la ley moral que incluso
interviene en el duelo de la perdiz con el cazador humano
para que también reine allí la equidad,
de manera que nadie quede indefenso». Estos seres
sensibles, por lo visto, aspiran a que la norma moral
vuelva a imperar entre los hombres y los valores de
éstos a apreciarse.
De ahí mi gratitud para los amigos de Vocento
que generosamente me han concedido su galardón
anual y para Sus Majestades los Reyes de España,
que han dado brillo al acto desplazándose a Valladolid.
El Rey, reiterándose en su apoyo a lo que es
justo; la Reina Sofía, entregada a los que sufren
y recientemente premiada como inspiradora y codirectora
del libro más bello editado este año en
España, con objeto de ayudar a los innumerables
afectados por el mal de Alzheimer.
En la vida militar solía decirse del recluta
virgen, que aún no había entrado en fuego,
que «el valor se le suponía». Ante
la visible crisis moral que seguimos padeciendo, los
hombres de buena voluntad aspiramos a lo mismo, es decir,
a que, por el hecho de serlo, todo hombre nacido de
mujer llegue a la Tierra dotado de unos valores humanos
que enaltezcan al planeta en que vive. Nada más
y muchas gracias a todos.
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