14
de abril en la puerta del sol. Celebración
de la proclamación de la República.
/ El Norte |
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Rafael Vega
El
Rey parte al exilio desde Cartagena |
«Minutos
después de las cuatro de la madrugada llegó
al arsenal el Rey don Alfonso, a quien aguardaban
el capitán general del arsenal, señor
Magaz, el general de Infantería de Marina,
el gobernador militar, los jefes de Estado Mayor
del arsenal y del Ejército, los jefes del
ramo del arsenal y otros jefes y oficiales. Todos
vestían uniforme de diario.
El Rey, tranquilo y sereno, saludó a todos,
y al intentar hablar, balbuceando por la emoción,
el general Magaz, don Alfonso le atajó
diciendo: –Sigo y cumplo mi tradición.
¿Qué pasa por aquí? –Tranquilidad
absoluta, señor. Según mis noticias,
en todas partes se han encargado de los Gobiernos
civiles los presidentes de las Audiencias.
–Y aquí, ¿han tomado posesión
del Ayuntamiento? –Sí, señor;
esta tarde. –¿Quién? ¿Algunos
de los concejales elegidos el domingo? –Sí,
señor.
Como es sabido, al Rey acompañaba el exministro
de Marina, señor Rivera, y el ayudante,
señor Galarza.
Entonces Su Majestad el Rey saltó a la
lancha motora. Puesto en pie saludaba sonriente.
Después de despedirse de todos los presentes,
se quitó el sombrero y gritó «¡Viva
España!». A las cuatro y media la
sirena del crucero anunció su partida».
Transcripción publicada por El Norte
de Castilla en su edición del 16 de abril
de 1931 del diálogo que Alfonso XIII
mantuvo con el general Magaz momentos antes
de embarcar en el Príncipe Alfonso para
partir al exilio. |
Cunde la idea de que
la llegada de la República, tras unas –en
apariencia– poco determinantes elecciones municipales,
fue una sorpresa para los monárquicos, para el
Gobierno y para el Rey. Sin embargo, no son pocos los
indicios que pudieran poner esta afirmación en
cuarentena. Podría ilustrar la tesis del vuelco
insospechado la frase del almirante Aznar, quizá
más rememorada por su oportunismo literario que
por su tino analítico, de que «España
se acostó monárquica y se levantó
republicana», con la que simultáneamente
constataría la conmoción sufrida en las
filas prodinásticas y tacharía injustamente
al pueblo español de impredecible, como si hubiera
obrado caprichosamente ante las urnas. Pero se enfrenta
a otra, mucho menos recordada y más fiel a la
realidad del momento, que fue pronunciada por un desolado
monárquico como Sánchez Guerra, en respuesta
a la influencia en el resultado electoral que podría
haber tenido el infausto recuerdo de Primo de Rivera:
«Los muertos mandan –dijo el político–;
pero el muerto inducía y ahora las culpas de
los dos recaen sobre uno solo».
En su queja ante lo
que, a su modo de ver, es una injusticia, pues Alfonso
XIII se ve obligado a pagar con su marcha los desmanes
de la dictadura, cohabita el reconocimiento de una culpa
indiscutible que debió ser compartida por ambos
y de la que se libró el dictador exiliado gracias
a una embolia sufrida en París.
Los españoles, y no solo los republicanos de
diversas inclinaciones sociopolíticas junto con
los revolucionarios de izquierda, marcaron la penitencia
con un voto de castigo al monarca que acogió
una dictadura militar y permitió el enmudecimiento,
si no la aniquilación, de cualquier espíritu
crítico, incluyendo al liberalismo más
moderado que siempre le guardó fidelidad.
El revolcón electoral era, sin duda, temido por
el poder establecido desde que en 1930 el Gobierno tuvo
como misión restablecer el orden constitucional
de 1923 y, a su vez, extirpar del rosicler monárquico
toda mancha que pudiera relacionar la figura de Alfonso
XIII con el espectro de Primo de Rivera. Esta cirugía
estética se tornó, en la práctica,
imposible.
No pocos políticos vapuleados por la dictadura
advirtieron de los peligros que tendría para
la estabilidad del país un cierre en falso. La
Alianza Republicana, nacida en 1930, era un frente con
notables diferencias internas, algunas irreconciliables,
como se constataría poco después, pero
dispuesta a no consentir el restablecimiento del sistema
anterior a la dictadura «como si no hubiese pasado
nada». Esta sola determinación no debió
de ser, en principio, la clave de su éxito. Las
fuerzas socialistas y republicanas medraron, sin duda,
notablemente desde el verano de 1930, a pesar de la
represión y el encarcelamiento de sus líderes,
o quizá a causa de ello, pero su aumento tenía
un límite natural que en la España de
ciudades aún poco industrializadas y de pueblos
todavía caciquiles, difícilmente habría
alcanzado la victoria si no hubiera contado con el apoyo
silencioso y efectivo de otros muchos españoles
que, lejos de ser adeptos a la totalidad del ideario
político revolucionario, pretendieron mostrar
un rechazo diáfano a la monarquía.
Manifestación
espontánea. Los vallisoletanos caminan
hacia la Estación del Norte. / Cacho |
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En apoyo de esta apreciación
cabría recordar el diagnóstico certero
de Alejandro Lerroux, cuando afirmó en París,
un año antes de las elecciones, que los españoles
eran republicanos «por necesidad, no por temperamento».
Así debió de ser, y así debían
de temerlo los gobiernos de Berenguer y Aznar y los
frustrados intentos de Melquíades Álvarez
y Sánchez Guerra, si repasamos someramente sus
infructuosos intentos por reconducir la situación
desde entonces hasta el descalabro electoral. En primer
lugar, tal y como cabía esperar, el general Berenguer
se apresuró a autorizar un acto de afirmación
monárquica, no sin antes disolver la Asamblea
Nacional y disponer que se convocarían elecciones.
Pero la idea discreta del cierre en falso se encuentra
con un inesperado adversario que no admite la convocatoria
de unas elecciones sin la concurrencia de republicanos,
socialistas, constitucionalistas y la nueva generación
intelectual. Santiago Alba, ministro liberal en 1923,
que hubo de partir al exilio, advierte en julio de 1930
de que España «padece un estado de guerra
civil, latente o rugiente, pacífica o armada,
según los días». Y añadirá:
«Media España azuza a la otra media. Es
la herencia morbosa de todas las dictaduras»,
para asegurar después que no habrá paz
hasta que las dictaduras no pasen la prueba de un veredicto
popular porque así lo demandan republicanos y
socialistas, así lo demanda una gran parte de
la opinión pública y así debieran
aceptarlo los monárquicos. Acaso para que no
hubiera interpretaciones excluyentes de sus palabras
por parte de sus afines llegó a afirmar desde
el exilio que la monarquía debía «someterse
al juicio de la urnas». No podía decirse
más claro.
En
el ayuntamiento. Izada de la bandera republicana.
/ Cacho |
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Para los prodinásticos
de todo el país aquellas palabras sonaban a que
el político liberal pretendía poner al
Rey a los pies de los caballos. Sin embargo, esta inclinación
albista por dejar al Rey sin parapetos no brota de un
sentimiento revanchista, tal y como demostraría
después. Santiago Alba teme, y no lo oculta,
que, de no hacerlo así, la revolución
de izquierdas será inevitable y dolorosa. El
único modo de aplacarla, a su juicio, es la convocatoria
de unas elecciones constituyentes, confiando en que
aun sea mayor el temor de los españoles a la
revolución que su aversión a cualquier
recuerdo de la Dictadura.
Los republicanos, recluidos en la Cárcel Modelo,
entre ellos Niceto Alcalá-Zamora, verán
en las declaraciones de Santiago Alba un acierto, aunque
discrepan en su idea de formar unas Cortes constituyentes
para tal fin. No les falta razón. Estas continuarían
bajo el sistema que pretendían derribar y temen
que, de caer en la trampa, se encontrarán bajo
unas Cortes cerradas por inoperancia y en un país
gobernado en la práctica por decretos.
De este modo, el primer intento de convocar elecciones
será rechazado no solo por la Alianza Republicana,
sino por la Izquierda Liberal, es decir, no solo por
los revolucionarios, sino por políticos fieles
al sistema monárquico, lo que debió de
tambalear la débil estructura en que Berenguer
sostenía su añagaza política.
En
el ayuntamiento. Izada de la bandera republicana.
/ Cacho |
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Gobierno
provisional. Álvaro de Albornoz, Francisco
Largo Caballero, Miguel Maura, Alejando Lerroux,
Niceto Alcalá Zamora, Fernando de los Ríos,
Santiago Casares y Manuel Azaña. / alfonso |
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El rey,
en el Norte de Castilla. Alfonso XIII, entre Victoria
Eugenia y Santiago Alba. / el norte |
El fracaso de Berenguer
desemboca en una crisis de gobierno. Así, será
atendida la idea de Santiago Alba de formar un gobierno
de concentración en el que tendrían cabida
todas las fuerzas políticas. La Izquierda Liberal
acepta formar parte de esta solución y será
Sánchez Guerra el encargado de materializarlo
y convocar elecciones. Sin embargo, los republicanos
y socialistas no admiten la oferta de entrar a formar
parte de la concentración como ministros sin
cartera y Sánchez Guerra dimitirá a las
veinticuatro horas de su encomienda ante la imposibilidad
de encontrar apoyos en la izquierda que estabilizaran
a la opinión pública y dieran a su gobierno
la imagen de consenso necesaria para concurrir a las
elecciones. Melquíades Álvarez fracasará
también en la búsqueda de estos apoyos
y, finalmente, será el almirante Aznar el encargado
de formar un gobierno de concentración monárquica
y derechista. Su misión: revisar las disposiciones
de la dictadura y convocar elecciones para la formación
de Cortes constituyentes, cuya tarea fundamental será
la reforma de la Constitución.
Aceptado el fracaso del consenso, el Gobierno de Aznar
convocará en febrero elecciones municipales para
abril. Estas, en las que sí acepta concurrir
la Alianza Republicana, se convierten, de forma automática,
en el juicio a la monarquía que propugnó
Santiago Alba. Y en modo alguno puede colegirse que
las fuerzas políticas las consideraban irrelevantes
para el debate nacional. El conde de Romanones reconoció
en público que aquellas elecciones municipales
tenían un carácter tan especial que en
ellas solo se abstendrían los tontos.
El peligro de una debacle para la monarquía era
evidente. Las fuerzas prodinásticas y de derechas
se apresuran a intentar convencer a la opinión
pública de que votar a socialistas y republicanos
es abrir las puertas del país a una revolución.
Incluso los integristas de ‘El siglo futuro’
recomiendan abiertamente votar por la coalición
monárquica, aunque no comulguen con las ideas
liberales. El duelo está servido y los actos
de propaganda se suceden por toda España durante
la campaña electoral.
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Jornada
electoral. Cola de votantes en el Puente Mayor de
Valladolid. / Cacho |
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Expectación.
El gentío lee en la pizarra de El Norte las
noticias de última hora. / Cacho |
El 10 de abril, bajo
la sospecha de una convulsión, los periódicos
monárquicos se apresuran a señalar «objetivamente»
que se advierte en toda España «el despertar
de la opinión antirrevolucionaria»
Ya era demasiado tarde para otras tretas represivas.
Sin embargo, aún hubo tiempo para intentar que
las elecciones solo se celebraran en la mitad de municipios
del país, con el argumento de que la otra mitad
podía restaurarse con los concejales existentes
antes del alzamiento de Primo de Rivera. De igual modo,
el conde de Romanones desveló su absoluta preocupación
en vísperas de la jornada electoral y procuró
ponerse la venda antes de sufrir la herida. Consciente
de que la hegemonía de la coalición monárquica
estaba en los pueblos y que eran las ciudades feudo
de republicanos advirtió: «Los monárquicos
nos hallamos dispuestos a acatar el resultado de las
elecciones. Si de los 80.000 concejales salieran 40.001
antidinásticos, sería acatada la decisión
popular. Mas hay que tener en cuenta que todos los elegidos
son, en capitales y pueblos, igualmente concejales».
Bien sabía el experimentado político que
la cantidad de cargos les sería favorable en
toda España, aunque las cifras absolutas de votantes
se inclinara por la opción republicana. De nada
sirvió tanta prevención. La victoria antidinástica
fue tan contundente que apenas pudo el Gobierno asumir
la derrota y reflexionar en alto.
La cuestión entonces era si los extremos de una
España dividida serían capaces de acatar
el resultado y administrar con serenidad y buen juicio
sus respectivas victoria y derrota. Quizá era
demasiado tarde para eso. Quizá la advertencia
de Santiago Alba en 1930 de que España ya estaba
en estado de guerra civil era tan acertada que no fue
posible corregir el rumbo. El entusiasmo con que la
mayoría del país acogió el cambio
político se enfrentó al temor de los derrotados.
La petición de cuentas al Rey fue el primero
de muchos asuntos pendientes.
Carta
de don Santiago Alba |
«Hay
que procurar la paz de España, retirándose
con dignidad los que no han propugnado la República» |
PORTADAS.
La llegada de la II República, en
la primera página de El Norte de
los días 14 y 16 de abril de 1931. |
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Termina ahora la liquidación dolorosa de
la Dictadura. Vivimos mo-mentos históricos
que no permiten el equívoco. Hay que mirar
la realidad de frente, tal como ella es, respetarla
y servirla, aceptando cada uno su parte de responsabilidad,
sin otra preocupación que el interés
de España. Por mi parte así lo hago,
manteniéndome firme en la actitud que señalé
claramente en la hora de 8 de febrero. Hoy, aún
más que entonces, hay que evitar la guerra
civil a toda costa. Para ello nosotros, los liberales
demócratas constitucionales, no tenemos más
que una ruta a seguir. La trazada soberanamente
el domingo por el voto de la nación. La abdicación
en el príncipe de Asturias padecería
todos los inconvenientes del 'statu quo' y no tendría
ninguna de las ventajas que pudieran desear los
servidores incondicionales de la Monarquía.
Yo no colaboraré en ninguna solución
dinástica intermedia, ni menos habría
de dirigirla.
Puesto que España así lo quiere, vaya
a la República, pero sin los estragos de
la revolución. Deben cooperar a este resultado,
haciendo breve y legal el trámite, cuantos
puedan facilitarle; arriba, abajo y en medio; en
la población civil como en el Ejército,
en la burguesía como en el obrero, en la
ciudad como en el campo. Pensemos ya todos en España
y solo en España. Digo, para concluir, como
Thiers en ocasión memorable: «Los sucesos
han sido más fuertes que todos los cálculos».
No nos dejemos ir de palabras arrebatadas. Quienes
no hemos propugnado la república que alborea,
por sacrificar a la paz de la nación las
más íntimas y legítimas reivindicaciones,
tenemos una sola cosa que hacer: retirarnos con
dignidad. Paso, añado yo, a la nueva generación.
Que ella continúe con gloria y con fruto
la Historia de España.
Nota del gerente de El Norte de Castilla, publicada
el 14 de abril de 1931. |
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