XXV años del cierre de la presa de Riaño XXV años del cierre de la presa de Riaño

Sensaciones, olores y recuerdos 25 años después

«¡Vosotros, a Riaño!', nos gritaba el más idiota de los jefecillos que nos envió a trabajar a la zona»

FRANCISCO CANTALAPIEDRA

07/07/2012

RiañoAunque no me encontraba en Riaño cuando empezaron los derribos, ya me imaginaba que aquello no iba a ser pacífico, a pesar de que la bronca terminó como estaba previsto: con el pueblo desalojado y el embalse finiquitado. Pero intuía que cuando llegara el momento de arrasar los pueblos condenados a vivir bajo las aguas del Esla, el desalojo no iba a ser fácil y que los riañeses no se cruzarían de brazos viendo entrar a las excavadoras, por muchos guardias civiles que las escoltaran. En el fondo, me alegré de no estar allí en un momento tan duro y poder guardar en la memoria las vistas, los olores y los sonidos de aquel hermoso valle.

Tendría menos de 20 años cuando llegué por primera vez a Riaño. Los jefazos que entonces mandaban en mi vida, usaban el lugar como una especial de penal del Dueso adonde enviaban a rebeldillos como yo, al que se le iba la fuerza por la boca. ¡Vosotros!, gritaba el más idiota de los jefecillos que teníamos, ¡a Riaño! Y allá que nos íbamos, de lunes a sábado, ambos inclusive, y vuelta a empezar a la semana siguiente. No recuerdo cuánto duró mi 'condena', pero estuve por aquellas tierras no menos de un año, tiempo suficiente para captar todas esas (y otras) sensaciones gustativas, visuales y olfativas que recuerdo a la perfección. Por entonces yo era un auxiliar administrativo de la Confederación Hidrográfica del Duero, pero nada más pisar las calles del pueblo ya empecé a sentirme como los Mortimer entrando a caballo en Oregón. Los 'confederados' mandábamos mucho (o al menos eso creíamos nosotros), incluso los pringadillos como yo, olvidando que íbamos de penados.

RiañoCuarenta años después de mi llegada, sigo preguntándome qué haría yo en aquel lugar, salvo pintar la mona, ir en coche a toda pastilla de la obra al centro del pueblo, hospedarme en El Pajín o jugar a las cartas en el Moderno comentando las incidencias de la presa, sin tener ni la más remota idea de ménsulas, ensayos granulométricos, hormigones o cenizas volantes, un aditivo que, decían, se echaba al cemento para poder trabajar cuando la temperatura se ponía a menos diez bajo cero. Pero el hecho de ser un ignorante no era óbice para no pavonearme por aquellos andurriales y contestar con seguridad a cualquier pregunta que me hicieran los lugareños sobre la marcha de las obras y el futuro que les aguardaba. Ellos, que eran mucho más inteligentes, jamás creyeron nada de lo que les dije. Ni a mí, ni a la pléyade de ingenieros, técnicos y listillos oficiales, que sabían lo que hacían pero ignoraban cuándo terminarían las obras que, como es habitual, empezaron a toda pastilla, se ralentizaron después y se pararon por completo más tarde.

A pesar de lo poco relevante que fue mi paso por aquellos andurriales, supe que las cosas no serían sencillas cuando tocaran a rebato obligando a los lugareños a abandonar tierras, casas, negocios y hasta cementerios en pos del bien común y de unos regadíos que todavía no se han desarrollado por completo. Y lo supe por dos anécdotas que viví de cerca. La primera, la noche que convirtieron en pavesas la casa del ingeniero director de la obra; y la mañana en que salí a la calle después de un par de días de cama en el hotel con gripe. Entré en el bar y comenté en voz alta a otro colega 'confederado' que casi me muero por culpa de la gripe. Un paisano que estaba cerca, respondió: ¡qué lástima que no ha sido así! Si en ese momento le hubiera dicho que, además, aquel destino era para mí un castigo tipo penal de Santoña, creo que me hubiera dado con la azuela.


 


 
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