Del
Cervantes abajo, Francisco Umbral se
hizo con todos los grandes reconocimientos
de nuestro idioma. Autor de un centenar
de libros y miles de texto urgentes,
trasgresor de todos los géneros,
provocador nato, hizo de la literatura
una religión y de la memoria personal
y colectiva materia literaria. Obtuvo
el Premio Cervantes en el 2000 y el Príncipe
de Asturias de las Letras en 1996, dos
galardones que blindaron un palmarés
en el que no falta ninguno de los grandes
premios literarios y periodísticos,
del Mariano de Cavia, al González
Ruano, del Mesonero Romanos al Nadal,
pasando por el de la Crítica o
el Nacional de Las Letras.
En
lo más
hondo de su corazón,
la dolorosa espina y el resentimiento nunca
oculto por no haber entrado en la Real
Academia Española (RAE). Y eso que,
aunque el odio de un sector académico
era africano, no le faltaron valedores
como Lázaro Carreter, Cela o Delibes
en la docta institución, a la que
Umbral insultaría con saña
por no abrirle sus puertas. Dandi
castizo
Umbral
nació en Madrid
el 11 de mayo de 1935. Su infancia y adolescencia
transcurrieron en Valladolid, con el trasfondo
de la Guerra Civil, marcadas por la soledad,
las lecturas y la ausencia del padre. De
niño devoraba cuanta letra impresa
cayera en sus manos. De formación
autodidacta, apenas piso la escuela entre
los 10 y los 11 años. La muerte
de su madre fue un duro golpe para el joven
Paco, que mucho después sublimaría
la figura materna en ‘El hijo de
Greta Garbo’.
Miguel Delibes descubrió el talento
de este aprendiz de Proust que vegetaba
como empleado de banca, y lo fichó para
que escribiera en EL NORTE DE CASTILLA
que dirigía. «Umbral escribía
como nosotros meábamos, es decir,
con absoluta fluidez, de un tirón
y sin descomponer la figura», dijo
una vez Delibes.
Buscó y halló fortuna
literaria en el gris Madrid de los años
sesenta, ciudad que recreó una y
otra vez en sus textos, y colaboró en
publicaciones como ‘La estafeta literaria’ y ‘Mundo
hispánico’. Su cotizada pluma
alumbró colaboraciones para ‘Proa’ y ‘La
Vanguardia’. Empezó a brillar
en toda España cuando a mediados
de los setenta entró en la recién
creada agencia Colpisa que dirigía
entonces Manu Leguineche. Desde Colpisa,
y con el Café Gijón y sus
tertulias como segundo refugio, se hizo
el nombre que le permitió saltar
a ‘El País’, ‘Diario
16’, ‘ABC’ o ‘El
Mundo’.
Un
dramático acontecimiento
presidirá toda
su vida: la muerte de su hijo Francisco
en 1973. Un error de vacunación
produjo en el pequeño una leucemia
fatal. El episodio es la columna vertebral
de ‘Mortal y rosa’, que aparece
en 1975, cuando la novela española
salía de la crisis de identidad
en que había quedado sumida a causa
del ‘boom’ latinoamericano
y un experimentalismo estéril.
De
humor ácido y vitriólico,
Umbral era un provocador nato cuya desigual
obra quedó eclipsada por el personaje
que creó y mantuvo hasta sus últimos
días. Su amigo Fernando Fernán
Gómez le echó en cara que
lo superficial de muchos de sus comentarios
ocultaran su pensamiento, que su estilo
deslumbrante se superpusiera a lo auténtico.
Para un impenitente grafómano como él,
su mayor logro literario fue la trasgresión
de los géneros. Su pródiga
obra se nutrió así de la
autobiografía, el ensayo, la crítica,
la columna periodística, la crónica,
el diario íntimo.
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