Caminamos deprisa, muy deprisa. De un
salto, ¡qué digo de un salto!,
de un estruendo nos colamos de rondón
en el siglo XX, y todos los progresos
del XIX resultan ya producto viejo, mercancía
averiada. El telégrafo, el teléfono,
las grandes conquistas del siglo que expira,
¿qué significan, qué
representan en el siglo que surge?
Pues no pintan nada. Vienen a ser lo que
la carreta acelerada; un recuerdo del
tiempo viejo; signo arcaico de olvidadas
edades; algo así como el brasero,
ese símbolo familiar de nuestros
mayores. Sí; como cantaban en una
zarzuela antigua, una zarzuela de las
postrimerías del siglo viejo, «hoy
las ciencias adelantan que es una barbaridad»,
y las ciencias demostrarán muy
pronto a las gentes que el telégrafo
y el teléfono, esas flores más
espléndidas de la corona que orgullosamente
ostentaba la centuria agonizante, son
dos flores de trapo que no sirven para
orlar la frente del siglo que a más
andar se llega.
Con lo cual queda dicho que la suerte
del corresponsal en el siglo XX está
llamada a correr pareja con la forma poética.
El corresponsal sucumbe a los certeros
golpes del progreso, que todo lo devasta;
y con él perecen el Jaulón
y el Chismófono, esas dos instituciones
que parecían inconmovibles, esas
dos columnas que un día contribuyeron
poderosamente a sustentar el vetusto edificio
de la prensa española.
¡Cuántos recuerdos gloriosos
se llevan a la tumba el Jaulón
que es el Chismófono antiguo, y
el Chismófono, que viene a ser
el Jaulón moderno, un tanto averiado!
¿No conocen ustedes el Jaulón
y el Chismófono? En el extremo
opuesto al que ocupa el salón del
público en la Central de Telégrafos,
allí en el callejón de San
Ricardo, había hasta hace cinco
ó seis años un saloncillo
que el Estado ofrecía, como salón
de lectura, escritura, conversación
y chismografía, a los corresponsales.
Por él han pasado nuestros más
notables periodistas; era como el Bolsín
de los redactores políticos, donde
se cotizaba de madrugada la última
noticia, donde se comentaba y se discutía
el último suceso político.
Aquello pasó. Las discusiones acaloradas,
a las que se debió acaso el nombre
de Jaulón, cerraron el Bolsín.
Su traslado lo mató a mano airada.
Poco después nacía el Chismófono,
cuando se instaló la Central de
teléfonos interurbanos en su primitivo
domicilio de la calle de Alcalá.
Pero aquello ya no fue un Bolsín
de periodistas, sino un Bolsín
de agentes. Allí acuden más
bolsistas que noticieros. Estos van a
telefonear a sus periódicos. Aquellos
van a hacer sus jugadas de Bolsa. Y más
que la pregunta de «¿qué
hay de Consejo?», se oye exclamar:
«¡Doy cincuenta!». Y
ahora es cuando verdaderamente se cotizan
las noticias… Y los chismes. Se
ve a un sujeto que vierte unas palabras
en la oreja de un vecino. El cual, con
aspecto de gran sorpresa, exclama:
–¡Pero qué me dice
usted!
–Sí, señor; lo que
usted oye. Ha tenido un vómito
de sangre espantoso. Hay vida para poco
tiempo.
–¡Qué barbaridad!…
¡Doy doscientos!
Y sigue rodando la bola, y salen ofreciendo
papel todos los agentes, y la Bolsa baja;
y el chisme ha producido el efecto deseado
en aquella especie de Bolsín, que
por algo ha recibido el ingenioso nombre
de Chismófono.
Pues bien, todo eso ha pasado a la historia.
El Chismófono, el Jaulón,
el corresponsal, todo ha sucumbido. El
nuevo siglo no necesita corresponsales.
El XIX fue el siglo del telégrafo
y el teléfono. El XX es el siglo
del fotocinematotelefonógrafo.
¿Y eso qué es? Pues nada,
la última maravilla, la cúspide
de los descubrimientos de la electricidad,
el ‘non plus’ de la telegrafía,
de la telefonía, de la fotografía,
de la chismofonía, de la cinematografía.
¡En fin, ello mismo lo dice; el
invento del siglo!
No es otra obra de Edisson. ¡Edisson
es un hombre del siglo pasado, un inventor
mandado retirar, un vejestorio! El fotocinematotelefonógrafo
debe de ser, por la cuenta, cosa del mismísimo
Lucifer. El primero de sus resultados
es la muerte violenta y repentina de la
prensa periódica. Se acabaron esas
hojas diarias, encargadas un día
de la difusión del progreso; se
acabaron las letras de molde. La Prensa
ha muerto ¡Viva la Prensa!
En el Parlamento español una voz
elocuente predijo en el pasado siglo que
se haría la revolución de
arriba a abajo, o de abajo a arriba. La
predicción se ha cumplido. Ni surgió
en las alturas, ni estalló en el
arroyo; pero ahí está la
revolución. ¡La ha traído
el fotocinematotelefonógrafo!
La instalación del nuevo invento
tendrá su central en Madrid, e
irradiaciones en todas las ciudades, en
todas las villas, en todos los pueblos,
en todas las aldeas de la nación.
El abono costará una miseria; y
el abonado, en vez de oír desde
su casa, como ocurría en el siglo
pasado, una ópera que estuvieran
cantando en el teatro Real, oirá
y verá un periódico entero,
un periódico hablado, un periódico
«vivido».
El fotocinematotelefonógrafo, con
solo oprimir un resorte, ofrecerá
a la vista y al oído del abonado,
la sección que prefiera del periódico.
Por los procedimientos perfeccionados
de la fotografía y la fonografía
antiguas, el aparato recoge las imágenes
y los sonidos que se desea impresionar;
y por los procedimientos, perfeccionados
también, de las antiguas telegrafía,
telefonía y cinematografía,
el aparato transmite y reproduce esos
sonidos y esas imágenes, con exactitud
tan perfecta, que al admirar aquella maravilla,
se duda, como le ocurría al anciano
Tenorio, ante las legendarias tumbas,
«si es realidad o delirio».
Cuando el abonado quiere enterarse de
las sesiones de las Cortes, por ejemplo,
oprime el resorte del Congreso, que es
como agarrarse a la campanilla de Villaverde,
y surge ante su vista el templo de las
leyes, con la figura de Romero Robledo,
esa siempreviva parlamentaria, que en
el siglo XXI y aun en el XXII, aparecerá
todavía arrogante en aquellos bancos
de la izquierda, moviéndose sin
cesar, interrumpiendo a los ministros
denostando a la mayoría, gritando
frente al banco azul:
–¡Vuestras alabanzas al futuro
príncipe consorte, vuestras predicciones
de soñadas venturas, son una servil
adulación! ¡De vuestros atentados
proyectos, que llevarán la nación
a la ruina, que encenderán la guerra
civil en palacio, protesto en nombre de
la sangre de los liberales que, en lucha
contra esa dinastía facciosa que
apadrináis, ha regado el suelo
de la patria!
«¡Muy bien, muy bien! ¡Bravo,
piramidal!… ¡Fuera, fuera!…»
Sigue el inevitable escándalo.
Los de la derecha protestan. Los de la
izquierda aplauden, y con ellos las tribunas;
las tribunas son siempre de oposición.
Y el abonado presencia desde su pueblo,
desde su casa, todo aquello, tal como
es, con su colorido, en su propia salsa,
sin los afeites necesarios de los relatos,
que quitan al espectáculo la naturalidad,
la espontaneidad.
Porque entre el espectáculo y su
relato hay, por lo menos, claro está,
la misma diferencia que entre un perro
vivo y un perro pintado. Pues bien, con
el fotocinematotelefonógrafo, se
acabaron los perros pintados. ¡Todos
son perros vivos! El aparato reproducirá
con absoluta fidelidad los sucesos más
sensacionales, los crímenes más
atrayentes. Y el abonado verá las
víctimas descuartizadas, chorreando
sangre, al mismo tiempo que oirá
la voz del moribundo, pidiendo misericordia
al Redentor o maldiciendo al asesino.
Y escuchará las declaraciones del
ministro, en interesante ‘interview’
con el aparato, contándole sus
mentiras obligadas, maravillosamente urdidas,
con los grandes proyectos del Gobierno
y las más grandes bienandanzas
que a la patria esperan bajo su mandato
paternal. Y presenciará el abonado
la representación de la obra que
se estrena, con éxito formidable,
a cien leguas de distancia. Y oirá
la voz incomparable de la portentosa tiple
que acaba de surgir. Y verá, en
fin, casi hasta palparlos, el descarrilamiento
de hace media hora, con un centenar de
muertos; y las horribles escenas del hundimiento
de una ciudad entera, con millares de
víctimas; y la última, piramidal
estocada, del Guerrita, del porvenir…
¡Oh, siglo de los portentos, siglo
de las maravillas, último siglo
de la Era Cristiana, porque detrás
de ti viene el caos; siglo, en fin, del
fotocinematotelefonógrafo: los
corresponsales, a quienes irremediablemente
darás la cesantía, te saludamos,
prosternados ante tu grandeza!
Y entre tanto que llegan todas esas maravillas,
pidamos al lector pío y benévolo
que nos conserve en su santa gracia. |