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LA TÉCNICA |
Regente
Era el encargado del taller. Distribuía
y supervisaba el trabajo y era el
enlace con la redacción.
Personal de taller
Cajistas, linotipistas, maquinista
de la rotativa, estereotipistas,
correctores, ajustadores. |
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De vuelta
al taller. Mario Bedera posa
frente a la rotativa Harris Marinoni.
/ Ramón Gómez |
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¿Conoció
la rotativa actual?», pregunta Miguel
de Torre, quien le sucedió al frente
de los talleres del periódico.
La cuestión se le plantea frente
a la Harris Marinoni, en la que se afanan,
a la una y media de la tarde, tres operarios.
–«Sí, pero habéis
incorporado algún cuerpo más»,
responde Mario Bedera (Valladolid, 1923).
Y acierta. Cuando él dejó
el periódico, en 1988, la Harris
tenía seis cuerpos. Ahora las pegatinas
doradas con números negros adosadas
a los laterales la delatan. Ha crecido
hasta los ocho.
Su abuelo Pedro ya trabajaba en El Norte
en 1894, y su padre, ferroviario de profesión,
pasaba por el periódico un día
sí y otro también para saludarle.
Era inevitable que Mario Bedera, entonces
un imberbe de 14 años, diera con
sus huesos en el edificio de la calle
Duque de la Victoria. Fue un testigo privilegiado
del paso de la ‘edad del plomo’,
como él la llama, a la era de la
informática. De hecho, fue el último
regente que tuvo el periódico.
Tras él, Miguel de Torre pasó
a ocupar el cargo de responsable del taller.
Un taller que entonces poco tenía
que ver con lo que él conoció.
«Comencé en la Imprenta Castellana.
Lo normal era que, según se iban
jubilando en El Norte, la gente de la
Imprenta pasaba al periódico, era
la tradición», explica. Por
supuesto, en el camino que va desde los
14 años hasta su jubilación
como regente, con 65, le tocó recorrer
todo el escalafón de un taller.
Para decirlo gráficamente, le gusta
recordar que para llegar a regente comenzó
«con la escoba en la mano».
«Al aprendiz que llegaba nuevo le
decían ‘cuando acabes diez
minutos antes, coges esa escoba de ahí
y barres el suelo’, que era de tarima,
no como el de las máquinas, que
era de cemento». Dentro de la misma
Imprenta Castellana trabajó como
cajista y pasó más tarde
a linotipista, puesto en el que comenzó
a trabajar en El Norte. Y de paso, también
como solución improvisada cuando
los avatares cotidianos lo exigían.
«Cuando tenía 15 o 16 años
había días que a lo mejor
no venían a trabajar algunos porque
les habían detenido por motivos
políticos, y había que sustituirles
para salvar el bache, aunque a los aprendices
no se nos permitía hacer eso legalmente».
Tenía ansia por aprender. Lo hacía
a través de los libros para adquirir
la cultura que no pudo adquirir por vía
académica, puesto que se puso a
trabajar nada más acabar la escuela.
Y también lo llevaba a la práctica
en el trabajo. Sobre todo con la linotipia.
«Me hice un cartón con la
colocación de las teclas de la
linotipia para poder practicar en casa
con los diez dedos».
El personal de los talleres siempre fue
una especie aparte de la redacción.
Al contrario de lo que ocurre ahora, cuando
el número de redactores cada vez
es mayor y el de la gente de talleres
cada vez menor por la proliferación
de máquinas, entonces la imprenta
era un mundo. «Trabajaban unas cuarenta
personas», rememora Bedera. En medio
de esos dos ambientes tan antagónicos
como complementarios se encontraban los
directores y administradores, muchas veces
auténticos mediadores entre unos
y otros.
«Mi relación con los redactores
era buena, creo que me llevaba bien»,
recuerda Mario Bedera, y lo explica con
una anécdota que tiene por protagonista
a Miguel Delibes. «Siempre fue muy
afectuoso conmigo, y creo que cuando hubo
que poner un nuevo regente por la jubilación
del anterior fue uno de los que intervino
a mi favor. Mi primera relación
con él fue cuando yo era linotipista.
Se fue a Chile y todos los días
mandaba unos artículos por carta
de lo que vivía allí. La
secretaria me llamó y me dijo que
cuando llegara un artículo por
avión lo dejara todo y me pusiera
con ello. Lo tenía que hacer rápido
porque tenía que salir para Madrid,
porque se publicaba en el ‘Ya’
y en El Norte».
Ya como regente, sin embargo, tenía
capacidad para reclamar a quien fuera
necesario un poco más de cuidado
a la hora de escribir los textos. Y en
varios sentidos. «Los redactores
tenían un vicio enorme con eso
de escribir a mano. Cuando yo entré
ya había máquinas de escribir
en El Norte, de esas grandes, pero no
las utilizaban. Tenían que bajar
los textos a máquina y a doble
espacio, yo se lo decía al redactor
jefe, pero nada». Parecía
que la cosa se arreglaba cuando entraron
redactores jóvenes, menos reacios
a la tecla mecánica, pero esta
pasión por la maquinaria, unida
a sus ansias por escribir y destacar,
también daba quebraderos de cabeza
a los talleres. «Siempre querían
escribir más de lo que les pedía
el redactor jefe, y lo que hacían
era juntar las líneas. Al final,
si les habían pedido 60, hacían
120, y claro, luego había que cortar
porque no cabía».
El regente, sin embargo, no tenía
que lidiar tan solo con las embarulladas
caligrafías de los redactores,
sino con algo aún más peligroso,
la censura. Hasta que no llegaba el ejemplar
con el tampón verde que autorizaba
la publicación del periódico
no se podían poner en marcha las
máquinas. «Bueno, a veces
se hacía», admite Bedera.
Y es que a fuerza de luchar contra ella
se acababa por entender su forma de funcionar.
Mario Bedera conocía bien lo que
era la censura. Se lo había explicado
su padre, rememorando una anécdota
que le sucedió a su abuelo, Pedro
Bedera, años antes. «Francisco
de Cossío había escrito
un artículo que se llamaba ‘Cazadores
de gorras’. Era en plena dictadura
de Primo de Rivera, y criticaba a aquellos
que iban a África solo para medrar,
para después poder hacer carrera
como militares. Mi abuelo subió
para componer y le avisó: ‘Don
Paco, que esto puede ser peligroso’.
Cossío le dijo que no pasaba nada,
que lo publicara, y acabó desterrado
en Chafarinas», cuenta.
Camuflar mensajes entre líneas
era una opción. La otra era lanzarse
a tumba abierta y esperar a que cayera
la multa o la reprimenda. El propio Mario
Bedera lo vivió en sus carnes.
«Era un artículo sobre el
conde de Barcelona, una plana que había
escrito José María Gironella.
Me llama Fernando Altés y me dice
‘cuando la censura vea esto no lo
va a pasar. Se lo digo para que no se
asuste’. Me dijo que cuando fueran
a la oficina, que entonces daba a dos
calles, Duque de la Victoria y Montero
Calvo, les hiciera entrar por la puerta
de Duque de la Victoria. ‘Usted
discuta allí con ellos, luego me
llama, yo también bajo a discutir
con ellos. Como usted no va a parar las
máquinas, que la rotativa siga
funcionando y que por la otra puerta salgan
las sacas para Madrid’», explica
Bedera. La censura nunca se presentó
y todas las sacas salieron a tiempo, las
de Madrid y las de Valladolid.
Los tiempos modernos se llevaron por delante
una forma de entender la confección
de un periódico que tenía
mucho de heroico. «Ahora un periódico
se hace muy fácilmente»,
asevera, y matiza con rapidez para evitar
malentendidos. «Antes era imposible
hacer más de 40 páginas.
Si hacíamos un número extra
había que prepararlo con antelación.
Entonces no se podían hacer estos
periódicos de 80 páginas».
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