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Gustavo
Martín Garzo
lee un libro mientras pasea por el Campo Grande,
en Valladolid. / Ramón Gómez |
Angélica Tanarro
/ Valladolid
Las colinas de Ngong’ no habla de Kenia.
Ni siquiera se sitúa en África, aunque
comience igual que la más famosa novela de Isak
Dinesen y la que inoculó en los lectores para
siempre la nostalgia por el continente africano, aunque
nunca
lo hubieran pisado. ‘Yo tenía una granja
en África’, así empieza la novela
pero también el artículo con el que el
escritor Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948)
ha ganado el premio periodístico que conmemora
el 150 aniversario de EL NORTE DE CASTILLA, dotado
con 6.000 euros y una pieza artística.
El artículo, publicado por el diario ‘El
País’, el 5 de agosto del año pasado,
ha sido el mejor según un jurado compuesto por
Fernando Tejerina, catedrático de Termodinámica
de la Universidad de Valladolid, y Germán Delibes,
catedrático de Prehistoria (ambos consejeros
de EL NORTE DE CASTILLA); Fernando Aller, director
de ‘Diario de León’; Íñigo
Noriega, director de ‘El Comercio’, y José Luis
Lloret, subdirector de EL NORTE. Carlos Roldán,
director de EL NORTE, actuó como secretario.
Gustavo Martín Garzo recuerda en el artículo
un episodio de su infancia, cuando su padre, funcionario
en Valladolid, instaló una granja avícola
en Villabrágima, su localidad de origen, en
plena Tierra de Campos, siguiendo una especie de moda
en los años sesenta, en pleno desarrollismo
económico. En «un paisaje presidido por
el aire, de colores vivos y secos, en que la luz ondulaba
sobre las cosas con la viva densidad del agua».
Como en el África de su admirada escritora danesa. «No
he vuelto a ver cielos así».
–
La historia que cuenta en el artículo habla
de un mundo desaparecido.
–
Sí. Ya lo dice John Berger, que uno de los hechos
más relevantes del siglo XX es el fin de la
cultura rural. Insiste en que no nos damos cuenta pero
que es un hecho muy significativo que cambiará nuestras
vidas. Se ha perdido la relación con la naturaleza.
Pertenezco a una generación que ha visto arar
con el arado romano, segar con la guadaña, prácticas
medievales que se mantuvieron durante cientos de años
y que en poco tiempo han sido barridas de un plumazo.
Y no soy un nostálgico. Al fin y al cabo, la
de aquellos pueblos era una vida muy dura, había
pobreza y se vivía mal. Pero lo miro con los
ojos del niño que fui, y era un mundo lleno
de experiencias, íbamos al río, mirábamos
los nidos y por la noche había un cielo maravilloso,
lleno de estrellas; de noche desaparecía la
dureza del paisaje y el cielo pertenecía a un
lugar mágico, de ensueño.
–
También habla de unos valores perdidos.
–
Era, sobre todo, una actitud. Una forma romántica
de empezar un negocio. Mi padre se preocupaba por todo.
De que los gallineros fueran estéticamente bonitos
y limpios, que las gallinas tuvieran espacio... ¡Si
hasta tenían un parque para que pudieran airearse!
Así pensaba él que mejoraría la
producción de huevos. Y ya ves, luego llegaron
aquellas gallinas americanas (en el relato las llama ‘proletarias
de la puesta’) que ponían mucho más,
amontonadas de cualquier manera, y que hicieron fracasar
su empresa. Pero la actitud de mi padre tenía
que ver con sentirse orgulloso de las cosas hechas
con amor. Algo que en esa época estaba muy ligado
a los oficios. Yo recuerdo haberle acompañado
al guarnicionero y cómo aquel hombre enseñaba
sus piezas con orgullo, porque estaban hechas con esmero.
Eran artesanos que disfrutaban con lo que hacían.
Era su obra y su vida.
Cariñoso y liberal
–
En el fondo, todo el artículo es un homenaje
a su padre. El de un escritor que admira a las mujeres
y su rol de madres.
–
Ya le hice un homenaje en un relato que se llamaba ‘El
enfermo tranquilo’. Pero sí, Este lo es.
Le tenía mucho cariño. Era una persona
admirable. Muy delicado, irónico e inteligente,
aunque luego cayó enfermo y se fue separando
de la vida. Era cercano y cariñoso, aunque entonces
los roles de padre y madre estaban muy separados. Fue
una figura muy próxima y liberal. Nos consentía
todo, dentro del respeto que le teníamos. Nunca
fue autoritario.
–
Y les enseñó que en la vida es más
importante el deseo de ser y de saber que el deseo
de poder.
–
Era una persona muy bondadosa que nos enseñó a
tener confianza en la vida y en los demás y
eso es muy importante para un niño. En vez de ‘piensa
mal y acertarás’, él nos decía ‘piensa
bien, aunque no aciertes’.
–
Y concluye que un fracaso puede ser más hermoso
que los éxitos.
–
Sí, y no es que quiera idealizar el fracaso,
porque fracasar siempre tiene algo de desgracia. Pero
es que en su caso fue el fracaso de un soñador...
No sé, hay personas que por su forma de ser
es como si llevaran dentro la posibilidad de fracasar. Él
era una persona de gran sensibilidad, tenía
algo de artista escribía poemas, aunque nunca
salieron del ámbito familiar, y quizá esa
sensibilidad le impidió seguir el camino más
fácil. Se podía haber comido el mundo
y, sin embargo, eligió otros caminos. Siempre
decía, cuando bromeaba sobre sus negocios, que
la mejor ganadería que había tenido eran
sus hijos. Y creo que es cierto. De alguna manera nos
transmitió esa sensibilidad. Esas ganas de crear.
–¿
Un premio cercano sabe distinto, mejor?
–
Hace más ilusión. Me presenté a
este premio porque publiqué mi primer artículo
en EL NORTE. Se titulaba ‘Paseo por el amor y
la muerte’ y, claro, tenía que ver con
la película de Huston. Recuerdo cuando se lo
llevé al que entonces era el director, Fernando
Altés. Estaba en su despacho y tenía
una papelera a la que iba tirando teletipos, artículos...
Los hacía una bola y los lanzaba. La papelera
rebosaba y todo alrededor eran papeles arrugados. Pensé que
el mío acabaría así, pero lo publicó.
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