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Alberto
Martín Mateo y Elvira Garzo, padres
del escritor, en 1944. / El Norte |
Yo tenía una
granja en África, al pie de las colinas de Ngong»,
este es el comienzo de uno de los libros más
hermosos que existen. Y no sé por qué,
pero siempre que vuelvo a leerlo, me acuerdo de la
granja que tuvo mi padre, en el corazón de la
comarca de Tierra de Campos. Era un paisaje presidido
por el aire, de colores vivos y secos, en que la luz
ondulaba sobre las cosas con la viva densidad del agua.
Aunque lo mejor fueran sus noches. No he vuelto a ver
cielos así. Las estrellas eran infinitas, y
semejaban un polvo luminoso suspendido sobre el mundo,
como un hechizo.
Nuestra granja estaba en la vega del río Sequillo,
en una zona de regadío, donde había pequeñas
huertas, y cultivos de remolacha, alfalfa y maíz.
Era una granja avícola, orientada sobre todo
a la producción de huevos. Corrían los
años sesenta, y fue la época del desarrollo
económico y de la llamada de la modernización
de las explotaciones. La gallina autóctona,
no pasaba de dos o tres huevos a la semana, y la idea
de mi padre era seleccionar a las más aptas
para dedicarlas a la reproducción. Para ello,
todas las gallinas llevaban en el ala o la pata una
placa con un número, que permitía identificar
a las mejores. Se separaban entonces de sus compañeras
y se llevaban al gallinero, en que las esperaban los
gallos que de-bían fecundarlas.
Este gallinero estaba divido en pequeñas salas,
cada una a cargo de un gallo. Era la época de
los pantalones cortos y más de una vez salimos
de allí con las piernas ensangrentadas, pues
los gallos marcan ferozmente su territorio y nos atacaban
a picotazo limpio cuando nos veían entrar
Los gallos montaban a sus hembras con fingida indiferencia,
y los huevos fecundados se llevaban a la incubadora.
Empezaba entonces lo más bonito del proceso,
pues 21 días después, al calor regular
de las lámparas, aquellos huevos empezaban a
romperse y al momento los pollitos nidúfugos
andaban corriendo y picoteando todo lo que se encontraban.
Se separaban entonces las hembras de los machos y se
criaban aquellas hasta que crecían y se transformaban
a su vez en ponedoras. La granja era ocupada entonces
por una generación nueva, y mi padre estaba
convencido de que la repetición del proceso
daría lugar a una gallina distinta capaz de
acercarse a la cifra utópica de un huevo diario.
El razonamiento era impecable, pero los resultados
no lo fueron tanto. Pues no estaba claro que las hijas
de aquellas esforzadas hembras heredaran la abnegación
y el ímpetu ponedor de sus madres. Y mi padre
empezó a desesperarse, pues el mantenimiento
de la granja era muy caro, y hubo unos años
en que los precios de los huevos cayeron por los suelos.
Además aquel mundo, como todos, estaba lleno
de aprovechados, y mi padre, un ser básicamente
confiado, era una presa fácil. Acudían
a la granja como enjambres. Le engañaban con
el peso del pienso y de las cáscaras de piñón
que se utilizaban para calentar los criaderos, y le
engañaban con el precio de los huevos.
La situación empezaba a ser preocupante cuando
irrumpieron en el mercado unas gallinas híbridas
que venían de América y que ponían
huevos sin parar. Los gallineros de mi padre eran limpios,
amplios y hermosos, y hasta tenían un parque,
rodeado de tela metálica, al que las gallinas,
que vi-vían como auténticas marquesas,
podían salir durante el día a airearse
y rebuscar en la tierra. Pero la llegada de aquellas
criaturas desangeladas e histéricas, auténticas
proletarias de la puesta, acabó con la idea
romántica de que cuanto mejor era el trato que
se daba a las de su especie su producción era
mayor. Un gallinero como los de mi padre, que a lo
sumo había albergado a quinientas gallinas de
las suyas, podía contener en jaulas amontonadas
a cinco mil de aquella nueva raza de híbridos.
Sólo una mente diabólica podía
haber concebido un ser así, que aun en las más
humillantes condiciones era capaz de batir todas las
marcas imaginables.
Aquello acabó con el sueño avícola
de mi padre, que se negó a seguir unos métodos
de producción que iban contra sus principios,
y cerró los gallineros. La granja sin embargo
estaba más hermosa que nunca, pues habían
crecido los árboles que había plantado
en aquel terreno yermo. Hizo una piscina, que se llenaba
con agua del canal, y, a su alrededor, plantó sauces,
acacias y todo tipo de árboles frutales. Diseñó él
mismo un pequeño porche, y se pasaba las horas
muertas en él. Nunca se bañó,
pero le gustaba sentarse allí y vernos bañarnos
a mi madre y a nosotros.
La granja se hizo famosa en los pueblos de los alrededores,
y convocaba, alrededor de la piscina, a numerosos veraneantes.
Por las tardes hacíamos guateques, y bailábamos
el twist y aquellas preciosas baladas francesas e italianas
que entonces estaban de moda.
Y, mientras nosotros crecíamos, mi padre se
fue haciendo mayor. Cuando tenía la granja iba
todas las tardes al pueblo para vigilarla; pero, como
necesitaba dinero, terminó por venderla. Creo
que esa venta fue uno de los hechos más dolorosos
de su vida. Vendió la granja, y dejó de
viajar al pueblo. Entonces se aisló todavía
más, y apenas se movía de casa, en que
se pasaba los días sentado en su sillón
de orejas, cada vez más ensimismado y silencioso,
pidiéndonos que nos ocupáramos de nuestra
madre, a la que siempre pensó que no había
sabido hacer feliz a pesar de haber sido el gran amor
de su vida. Y un triste día, se murió.
Murió él, pero su granja siguió viva
en nuestro pensamiento.
Han pasado los años y, cuando voy al mercado,
todavía hoy me sorprendo ante los escaparates
de las pollerías, contemplando los huevos. No
hay perfección mayor. Representan el misterio
de la vida, y han sido adorados por todas las culturas.
Los egipcios los ponían junto a las momias,
significando la esperanza del renacimiento, y, cuando
los veo alineados en sus cartones, no puedo evitar
acordarme de mi padre llevándoles en sus manos,
como si guardaran una vida secreta cuyo desarrollo
podía estimular la nuestra. ¡Qué mundo
aquel, tan pobre, pequeño y lleno de locura!
A veces, cuando pienso en esos años, y recuerdo
a mi padre yendo y viniendo a los gallineros, me pregunto
si su vida tuvo que ser así, si no se merecía
otra cosa.
Era dulce, elegante, tenía el poder de transformar
todo lo que hacía en algo especial, como esos
reyes del Mahabarata que dialogan con pájaros
de oro y fuentes que cantan. De haber tenido su propio
reino, habría sido justo y amado por todos.
Sus discursos habrían consolado a su pueblo,
y habría mandado construir para él jardines
y fábricas hermosas, pues nunca aceptó la
idea de que un edificio, se dedicara a lo que se dedicara,
tuviera que ser sucio y feo. De hecho su granja, siempre
pareció un juguete. Una casa de muñecas.
Pero, ahora que lo pienso, no es cierto que no llegara
a reinar. Lo hizo, en aquel mundo pequeño, y
nosotros fuimos sus súbditos. Tenía algo
de lo que los demás no sabían nada, y
de él aprendimos que es preferible la generosidad
al ahorro, la abnegación al egoísmo,
el deseo de ser y saber al deseo de poder. Es extraña
la muerte, nos arrebata lo que amamos, pero no su recuerdo.
Y todavía hoy creo verle en aquel sillón
de orejas, del que no se movió los últimos
años de su vida, pensando en qué tenía
que hacer para sacar adelante su granja. Y me parece
que escribir novelas no es tan diferente a ocuparse
de cosas así. Tener una granja al pie de las
colinas de Ngong. Y entonces su fracaso me parece más
hermoso que todos los éxitos; y me ayuda a entender
el fracaso de mis propios proyectos insensatos.
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