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Los niños de los treinta

El hijo del maestro (profesión bandera de republicanismo), la hija del terrateniente, la del agricultor, la del comerciante y el empleado urbano. Historias vivas de personas que aún recuerdan un pasado que el resto solo conocerá por los libros de historia

 

MÓNICA MUÑOZ

«Estábamos con los que luchaban por las necesidades de todos»

 

Nacimiento: 4 de mayo de 1907.
Lugar: La Pedraja (Valladolid).
Familia: Quinta de ocho hermanos de una familia de agricultores.
Credo: «No sabía de nada ni me metí en nada. Pero esos cinco años fueron vivir». / henar sastre

El año 1931 marcó la vida de Mónica Muñoz por varias razones. Con 23 años, tenía ya edad para muchas cosas. Entre otras, para casarse con un agricultor que «trabajaba las pocas tierras que teníamos y completaba el jornal con las siegas del verano». «Cómo no acordarme si mi marido pasó de cobrar 350 pesetas por dos meses de trabajo, 15 horas diarias, en las siegas de Villanubla o Ciguñuela, a cobrar 700 por un máximo de ocho horas». Mejorar los salarios y el límite de ocho horas fueron las primeras reformas laborales y agrarias. «Eso cinco años fueron vivir. Todo el mundo estaba tan contento. Antes, para muchos, el trabajo era lo comido por lo servido». ‘Todo el mundo’ era el universo de pequeños agricultores de Laguna de Duero, adonde llegó Mónica con siete años desde La Pedraja. Una edad que ya era tiempo para trabajar, «rompiéndome los dedos para recoger espárragos por 1,50 pesetas al día». Aquella realidad condenó a Mónica, quinta de ocho hermanos, a engrosar el gran porcentaje de analfabetos. «Mi escuela fueron las cartas que me enviaba mi hermano desde el frente». Ella le escribía siempre el mismo encabezamiento: «Por Dios te pido cartero / por la Virgen del Pilar / no me pierdas esta carta / que es de un pobre militar».

Entre jornal y jornal no había mucho tiempo para políticas. La amplia familia se reunía los domingos en la casa paterna y su hermano mayor, el futuro militar, traía la realidad exterior. «Decía que se va a armar una gorda y que vamos a pagar justos por pecadores… Y así fue». A finales de los años veinte, Laguna, con 1.700 habitantes, era «un pueblo de terratenientes partido por el miedo a la reforma agraria». El liderazgo de su hermano alimentó el debate en una casa sin antecedentes políticos. En las primeras elecciones con voto femenino, ella ya tenía edad. «Oía a mi padre hablar de conservadores y liberales y preguntaba, ¿qué es eso? Mis hermanos me indicaban a quién había que votar: al que defendía al pobre». Recuerda a aquel rey que «nunca me hizo nada, aunque a muchos no les gustaba», y aquellas chicas que «paseaban su pañuelo rojo republicano que jamás me puse porque no he valido para meterme en nada». Esto no impidió el drama familiar posterior. Los Muñoz pagaron un altísimo precio que hizo a Mónica tener claro quiénes eran los suyos el resto de su vida.

 

NATALIO PINTADO
«Quedaron vivas las estructuras anteriores y por eso duró tan poco»


Nacimiento: 1 de diciembre de 1919.
Lugar: Quintanilla de las Viñas (Burgos).
Familia: Hijo de un maestro destinado en Andalucía. Credo: «Las soluciones a aquel país tenían que ser colectivas». / Miguel Á. Santos

Ser hijo de un maestro en los años veinte daba un estatus especial. Y si encima se maduraba en un pueblo minero como Peñarroya-Pueblo Nuevo (Córdoba), la orientación ideológica estaba encauzada. Natalio Pintado aún no había cumplido 11 años, pero se recuerda tras aquel 14 de abril «con una bandera roja en la mano y en cabeza de una manifestación hacia el hotel del capitán de la Guardia Civil». Aquel oficial tuvo la honradez, o el afán de supervivencia, de «saludar a la bandera antes de afirmar ‘soy un funcionario del Estado y mi deber es acatar las nuevas órdenes con disciplina’».
El afán de dar un futuro a sus tres hijos, llevó a su padre a aceptar un destino en aquella ciudad minera de 36.000 habitantes y tres grupos escolares. Era mucho más de lo que podía ofrecer su Castilla rural natal. Natalio llegó a Peñarroya con seis años. «Era 1925 y, como todas las zonas industriales, la ciudad había sufrido la dura represión de Primo de Rivera», recuerda. Su memoria rastrea en aquellas primeras escaramuzas en las que «hacía de ‘mochila’ de los mayores para llevar a los detenidos en el calabozo algo de comida. Para nosotros no eran delincuentes, eran víctimas». Así surgió «una ideología rodeada de hijos de mineros que lo compartíamos todo con una solidaridad natural, protectora».
Tan abrumadora era la mayoría obrera, que «allí no hubo vencedores ni vencidos. Se capitalizó un deseo de cambio de todo el país, dentro de una transformación más tranquila que brusca». Por eso la dictadura, en 1923, y, tras la Revolución del Asturias, en 1934, se cebó con «ambientes como aquel que más que ser de izquierda, es que no tenía derecha alguna», continúa. El sindicalismo y la militancia política corre parejo a la vida de este hombre que «de niño ya estaba en la vanguardia sin quererlo. De ahí nació una conciencia que me ha durado toda la vida». Ideas para concluir que «las soluciones a aquel país solo podían ser colectivas, para todos. No el sálvase quien pueda posterior». Cuando se abrió el chorro de la sangre, a él le salpicó con cuatro condenas a muerte y muchos avatares que afilaron aun más su compromiso. Ahora, mira hacia atrás y concluye que a la República se perdió por «tanta inocencia. Hubo una apertura tan grande que se pagó la inocencia de no tomar precauciones. Quedaron vivas todas las estructuras anteriores y por eso duró tan poco».


 

CARMEN RODRÍGUEZ
«Pudo traer algo bueno, pero los comunistas lo estropearon todo»

 

Nacimiento: 16 de julio de 1916.
Lugar: Campazas (León).
Familia: Hija de terrateniente y mujer de militar. Credo: «Soy católica desde que nací porque así me lo enseñaron». / h. sastre

En casa de Carmen Rodríguez todos los cambios políticos que se iban a instalar en la España de los años treinta se veían con temor. Campazas, su pueblo del secano leonés, era una zona sin carencias que, con apenas 200 vecinos, se podía permitir el lujo de tener un par de salones de baile y un café. «Yo a mi padre nunca nunca le ví trabajar. Era alcalde de los de Primo de Rivera y, ya de viejo, le pasó el testigo a mi hermano, que era de la Falange», explica esta mujer en su residencia de ancianos de Valladolid.

Hija mayor de cinco hermanos, una familia pudiente, con tierras, viñedos y obreros como la suya no podía esperar nada del nuevo régimen. «Es verdad, yo no tengo buenos recuerdos de la República», admite Carmen, una mujer que siempre remata cada frase con una sonrisa dulcificadora.
A punto de cumplir 15 años, recuerda haber oído la salida del Rey camino de exilio, pero les preocuparon mucho más las cosas que empezaron a romper su tranquilo entorno casero. Por un lado, las primeras revueltas laborales, que provocaron que «los empleados que teníamos en casa se tuvieron que poner a llevar las cosechas al mercado porque los jornaleros se negaron». Por otro, la persecución que sufría todo lo eclesiástico, algo inaceptable para una mujer «católica desde que nací, porque eso es lo que me enseñaron». Y aquel vuelco político de 1931, aumentó la temperatura anticlerical. «En la procesión del Corpus Christi el cura fue muy valiente y sacó la imagen. Pero unos que había en la plaza, que debían ser comunistas, se metieron con picos y palas y se armó una buena», rememora, y, una vez más, endulza el amago del drama con una sonrisa. Sus recuerdos son de afrentas a las prácticas religiosas. «Un joven cura se marchó de aquí con sus hermanas justo con la Revolución de Asturias. Apenas llevaba un mes y ya le mataron. No le dio tiempo ni a hacer enemigos». Tampoco ha olvidado las visitas a misa casi a hurtadillas «con el velo escondido para que no nos tiraran piedras».

Carmen Rodríguez, viuda de un comandante militar y con una vida de cuartel en cuartel, admite la hipotética bondad de los republicanos, «pero se metieron los comunistas y lo estropearon todo». Además tiene sentimientos encontrados sobre Manuel Azaña, «un hombre que no le quito que fuera muy listo, pero dijo que España dejaba de ser católica y él antes de morirse bien que se buscó un cura».

 
HERMINIA BARRIO
«En un pueblo pequeño no nos importaba ni el Rey ni la República»
Nacimiento: 16 de julio de 1916.
Lugar: Campazas (León).
Familia: Hija de terrateniente y mujer de militar. Credo: «Soy católica desde que nací porque así me lo enseñaron». / h. sastre
«Vamos a la escuela, que ya es hora/ sin demora vamos pues/ nos lo exige, nos lo manda, la voz santa del deber/ De la profesora vamos a escuchar, saludables reglas de moralidad/ Ella cariñosa, labra nuestro bien/ el que no quiera, un ingrato es/ Vamos a la escuela/ vamos sin tardar/ que la escuela es tiempo de moralidad»... Y así, 300 poesías y cantares populares siguen almacenados en la cabeza de Herminia Barrio. Su cerebro es un archivo vital que recrea con dichos y coplas la historia española del siglo XX. Basta con insinuarle unas palabras, para que rescate una entera de su memoria.

Su infancia fue una vida de difusas fronteras, humanas y geográficas. Una frontera que empieza por su universo vital, Calabor, en la ‘raya’ entre Zamora y Portugal y no lejos de Galicia. «Era un pozo a 23 kilómetros de Puebla de Sanabria al que no llegaba casi nada», sitúa Herminia, que desgrana sus recuerdos en su casa vallisoletana, en la que se defiende ella sola.

Tercera de ocho hermanos, los Barrio eran una familia de comerciantes. De su primera infancia, Herminia recuerda «aquellas esporádicas asistencias a la escuela, cuando no había otras obligaciones en casa. Una escuela que era una maestra con 70 niños de todas las edades. Recuerdo el frío, la tabla de multiplicar y la tableta de chocolate de la maestra». Letras y números fugaces que impidieron una educación básica y que arrancaron a los siete años, el año en el que Primo de Rivera transformó su gobierno en dictadura (1923).

Frente a la indigencia cultural, la frontera procuraba otras abundancias. Portugal también vivía años de vaivén, lo que favorecía el estraperlo. «No se carecía de nada. Había poco, pero bueno, como el ‘café portugués’». «Pero, si me pregunta por la miseria en 1931 –continúa imparable Herminia–, le diré que miseria fue lo que vi en Nava del Rey cuando llegué en 1952. La gente hacía el cocido con un trozo de sebo mientras se espantaba los piojos. ‘Cordeles’ de seis o siete pobres se situaban en la iglesia a pedir. Veinte años antes, comíamos mejor en Calabor».

Una vez en marcha, la mente de Herminia es una enciclopedia popular que salta adelante y atrás sin solución de continuidad. Vuelve a la infancia. Su Calabor natal apenas era un villorio de familias de jornaleros. Cuando el 14 de abril de 1931 «estalla» el cambio, ella tiene 15 años recién cumplidos. Apenas lo notan. «En un pueblo pequeño no nos importaba ni el Rey ni la República». El comercio familiar, con un padre al que le llegaban periódicos como ‘El Sol’ o ‘El Debate’, era lugar de reunión. «En casa se juntaban el teniente de la Guardia Civil y el cura, que era un vicioso de las cartas, y había buenas broncas».

Una escuela de verdad
Pero hasta Calabor fue ejemplo del ciclópeo esfuerzo republicano por hacer de la enseñanza seña de identidad. «Pasamos de una escuela sin luz ni nada, a un edificio con casa para la maestra e incluso ¡el primer libro de estudio!, que compartían todos los niños». La madurez y la conciencia de lo que pasaba le llegó a Herminia cuando su padre se trasladó a Torrelobatón (Valladolid) en 1933, para abrir otro negocio. Ya era una mocita de 17 años que «oía hablar de falangistas, pero no sabía lo que eran. Había llegado de Calabor ‘ciega’», admite. El farmacéutico de Torrelobatón, amigo de Primo de Rivera, trató de captarla para la causa falangista entre baile y baile. «Mientras sonaba la música, me pidió que le recomendara para ‘lijar’ (traficar) armas para Falange desde Portugal». Herminia supo zafarse de aquel compromiso. «Le dí largas diciéndole que acababa de llegar al pueblo».

Sin sentimientos políticos, la intuición le hacía sentirse «sin saber por qué, más republicana. Entre los falangistas estaba lo peor de cada casa». Mujer de fuerte carácter, se percató muy joven cómo se dividía la sociedad y se preparaba el terreno para el conflicto civil y trató de elegir un camino propio. «Oía hablar de los anarquistas y debía ser anárquica, porque no me gustaban los ‘margaritas’ (requetés), ni los falangistas», dice divertida. Tal vez por eso, cuando las mujeres pudieron por fin votar no dejó de tomar partido, aunque no le alcanzara la edad. «Había un cacique que les decía a las señoras mayores lo que tenían que votar, así que otra chica y yo nos dedicábamos a cambiarles los votos». Después llegó la Guerra Civil, con su violencia repartida por las cunetas. Por eso, Herminia echa atrás su reloj vital y se atreve a asegurar que «aunque yo no sabía mucho, creo que mejores políticos y hombres de aquellos años eran los de la República».
 

MATRIMONIO MARCOSYUSTOS
«Éramos obreros y solo pensábamos en qué iba a ser de nosotros»


Nacimiento: Ambos en 1917.
Lugar: Valladolid.
Familia: Empleados urbanos. Credo: «En nuestras casas había división de opiniones: unos, a favor, y otros, en contra». / H. sastre
Aquellas elecciones municipales dinamitaron el sistema de turnos políticos de la Restauración y empujaron a Alfonso XIII hacia la escalerilla del tren. El pitido sonó a las ocho de la tarde en Madrid. Teresa Yustos tenía 14 años y, como muchos vallisoletanos, acudió a la Estación del Norte al día siguiente a ver el paso de la comitiva real camino del exilio. ¿Llegó a asomar el rostro el monarca tras la cortinilla para saludar a las vallisoletanos? Teresa y su marido, Rafael Marcos (63 años juntos) no se ponen del todo de acuerdo. «El Rey se marchó ‘volando’ –explica ella–. Pasó por la estación, pero no llegamos a verlo. Decía la prensa que el Rey había reñido con la Reina y se había marchado solo». «Nosotros éramos familias de obreros –tercia Rafael– y lo que pensamos era qué iba a ser de nosotros».

Más allá de la bandera tricolor izada en el Ayuntamiento de aquel Valladolid de apenas 40.000 habitantes, el cambio político fue difuso, lo que lo hacía aun más inapreciable para unos niños. La tertulia con sus compañeras en la residencia de ancianos –Pilar (1919), María (1923) y Teresa (1922)– ayuda a la memoria a retroceder a aquellos días. «Lo que sí recuerdo es que sonó la bocina del colegio y nos preguntamos qué había pasado», asegura Rafael Marcos. Pero aún no era tiempo de políticas para dos mozalbetes de 14 años, más preocupados, sobre todo Rafael, en qué hacer cuando, aquel mismo año, acabara la escuela. Completado el curso en el grupo Pi y Margall, en la calle Panaderos, Rafael logró emplearse en una sombrerería. «Cobraba un real diario». No era mucho, pero en casa eran una legión: ocho hermanos.

Entre bailes junto al templete musical del Campo Grande y películas en el cine Pradera a 10 céntimos, las dos Españas que nacían se metieron, de una u otra forma, en los hogares de Rafael y Teresa. Ella recuerda que en su casa hubo «división de opiniones. Mi madre leía todos los periódicos y salió como el resto de su familia. Por contra, mi padre fue chófer del primo del Rey, Luis de Borbón, y, cuando perdió el empleo, se colocó en el Obispado. Andaba con ese ‘público’ y por eso era conservador». Teresa, la mayor de sus cuatro hermanos, anda más ágil de memoria y se acuerda de cuando le concedieron el sufragio a la mujer. Y de «las monjas, con sus sobres camino de las votaciones».

 

 
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