El silencio de las nueces

Lo suyo es ir recogiendo especie de brezo con el que formar una escoba para tener limpio el pensamiento  

Es, ya digo, un hombre raro, un sujeto que no está de acuerdo con el espíritu del tiempo y por eso es novelista

TOMÁS VAL

SE le concede el Premio Cervantes a José Jiménez Lozano y, tal vez acostumbrados a ver a otras figuras en semejantes fastos, cometeríamos un error si soltáramos las fanfarrias y recorriéramos las calles de Alcazarén 'su pueblo de residencia' con la banda municipal. Se me antoja que Jiménez Lozano prefiere el silencio al alboroto, que lo suyo es ir recogiendo acianos, flores silvestres, especie de brezo con el que formar una escoba para tener limpio y en orden el pensamiento. José Jiménez Lozano va por la vida recopilando ideas con la sencillez con la que otros recolectan setas y, o mucho me equivoco, o el ruido de este premio le ha de resultar desagradable. Juraría que el estrépito de esta vida actual no le gusta nada, sobre todo porque la cosecha de nueces es muy escasa por más nogalas que él vaya plantando en artículos, novelas y conferencias.

Es, ya digo, un hombre raro, un sujeto que no está de acuerdo con el espíritu del tiempo y por eso es novelista, artista. Alguna vez ha afirmado que, a través de sus obras, puede conocerse a Jiménez Lozano, sí, pero al escritor. Su faceta de artista le hace conocer que el arte ha de sobrecoger si no quiere convertirse en un adorno. Salvando todas las distancias -acaso no tantas como pueda parecer-, uno piensa en aquello de Celaya: «Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural de los neutrales». Jiménez Lozano es un rebelde, es un cristiano -no viejo, que nunca tuvo prevención hacia lo judío- a quien sus creencias le suponen una constante fuente de conflictos. Como hombre y como autor es un cristiano que no está de acuerdo, aunque eso -ni como hombre ni como escritor que a veces ha tenido que oír alguna crítica de misticismo- no signifique, ni mucho menos, que se pase el día pensando en Dios. Digo yo que poco le interesarán los misticismos a alguien que no concibe un Dios sin hombres. Y por eso los perdedores, los que no entienden este mundo desbocado y falso en el que las cosas tienen nombres que nada significan; los que todavía cuentan historias al amor de la lumbre; los que admiran con fervor religioso la cultura que otros desprecian y ellos no pueden tener..., todos esos están siempre presentes en sus novelas. Vive Jiménez Lozano entre los de abajo, entre los que hablan como Shakespeare; entre los que, cuando hablan, palabras dicen. Lo de marear la perdiz es cosa de políticos y de intelectuales, no de sus paisanos ni personajes.

Yo no le conozco mucho, pero mi primer contacto con él me mostró claramente con quién me estaba jugando los cuartos. Hace ya mucho tiempo, cuando deseaba colaborar en El Norte de Castilla, periódico que Jiménez Lozano dirigía, envié unos artículos para que él los leyera. Pocos días después, el subdirector me llamó para informarme de que «Pepe no está en absoluto de acuerdo con tus planteamientos, pero ha decidido que escribas en el periódico». Eso, créanme, es un milagro en estos tiempos maniqueos que suscitó en mí el más grande de los respetos. La obra de Jiménez Lozano es grande, escrita por un hombre sensato que lee en Alcazarén un suplemento de 'Le Monde' dedicado a su obra. Si tienen oportunidad, escuchen el discurso que pronunciará en la Universidad de Alcalá de Henares. Seguro que dirá cosas interesantes, en voz no muy alta. Y, si los de protocolo no andan previsores, no sería extraño que José Jiménez Lozano, premio Cervantes, premio Nacional de las Letras, premio de Castilla y León de las Letras, se dirija a un bedel para preguntarle qué tiene que hacer, dónde tiene que situarse.