«Soy
un hombre amortajado en tinta».
Un Francisco Umbral triste, amargado
por unos años de salud precaria,
incapaz ya de mantener vivo al personaje
bohemio, provocador y atrabiliario que
cultivó con afán durante
medio siglo, reconocía hace poco
que no era capaz de entender cómo
había podido escribir tanto sin
dejar de vivir. Después de un
centenar de libros y 14.000 artículos
periodísticos, físicamente
disminuido y consciente de que ningún
título nuevo añadiría
nada a su biografía literaria,
Umbral parecía haber escrito su
testamento en forma de crónica
novelada. ‘Amado siglo XX’,
publicado en primavera, es un repaso
por la pasada centuria pero sobre todo
por su propia vida, trufado como siempre
de datos ciertos junto a invenciones
verosímiles. Sin embargo, la pasada
madrugada, con el pie en el estribo,
aún pidió a su esposa que
tomara notas porque iba a dictarle una
columna. Así murió.
Francisco
Pérez Martínez,
como en realidad se llamaba, comenzó a
construir su propio personaje como mecanismo
de defensa ante una realidad desagradable.
Hasta hace unos años, contaba que
había nacido en Madrid en 1935,
hijo único de un simpatizante de
Azaña represaliado por Franco. Gracias
a una investigación de la profesora
catalana Anna Caballé, ahora se
sabe que en realidad vino al mundo en 1932,
hijo de madre soltera y padre desconocido.
Sus abuelos, deseosos de evitar la vergüenza
de la familia, lo enviaron a Valladolid
para ser criado por una nodriza. Durante
mucho tiempo, su madre fue para él
la ‘tía May’.
En
la capital castellana, donde comenzó a
trabajar de botones en un banco en cuanto
cumplió los 14 años, llegó a
ser el adolescente más culto pese
a que apenas si pasó por la escuela.
Allí fue donde dio las primeras
pinceladas a su personaje. Un cronista
vallisoletano recuerda que en aquella época
causó sensación su actitud
durante una velada poética en el
Teatro Calderón. Subió al
escenario para limitarse a repetir: ‘Estoy
cansado, estoy cansado’.
Miguel
Delibes le dio su primera oportunidad
en las páginas
de EL NORTE DE CASTILLA, en 1958. Poco
después, tras haberse
casado con María España –su
mejor apoyo en la sombra, haciendo lo mismo
de chófer que pasando sus textos
al ordenador–, recaló en Madrid
y pronto se hizo famoso gracias a sus columnas
en periódicos nacionales y regionales.
Chispazo
de ingenio
Asiduo
a las tertulias literarias del Café Gijón,
Umbral siguió perfilando el personaje:
su larga melena, pronto encanecida; las
bufandas blancas sobre larguísimos
abrigos negros; la voz engolada; la pose
valleinclanesca; el adjetivo hiriente y
el chispazo de genio que iluminaba sus
columnas se elevaban sobre una literatura
a veces lírica e intimista, que
ha quedado sepultada por la crónica
brillante pero con frecuencia superficial
de una época. Él era consciente
de ello y en una entrevista reconoció que
bajo su nombre convivían dos escritores:
el minoritario, «que mucha gente
no reconoce» y el mayoritario, ese
que sería identificado al momento
por el conductor «del primer taxi
que yo cogiera ahora». Este segundo
autor era el que pedía el voto para
el PCE a comienzos de los ochenta y luego
para Tierno Galván, se manifestaba
contra la OTAN o reconocía en público
su amor por Ana Belén. El
rumor como arte
Aseguraba
que nunca se paraba a pensar a qué género
correspondían
sus textos, quizá por eso fue capaz
de crear un modelo de columna de clara
raíz literaria alimentada por un
lenguaje que contribuyó a renovar
y que para muchos críticos es su
mejor aportación a las Letras. Por
detrás iría la crónica
de su tiempo, esa larga serie de libros
en los que habla de la España del
siglo XX, a partir del relato de su propia
biografía. «Yo he difundido
muchos rumores. Esta es mi filosofía
periodística –confesó en
una ocasión–. El rumor, la
calumnia sutil, suponen imaginación,
adivinación, instinto, inventiva,
mientras que la noticia la da mejor una
computadora».
Umbral
protagonizó polémicas
sonadas y episodios esperpénticos.
Ayer algunas cadenas de televisión
recordaban su desabrida intervención,
cortando el coloquio, en un programa de
Milá: «Mercedes, tú me
dijiste que yo venía a hablar de
mi libro». También estuvo
en la ‘máquina de la verdad’ de
Julián Lago, algo que ningún
otro escritor serio habría hecho.
Incluso aceptó posar desnudo para
una fotografía con la que ilustraron
uno de su relatos de verano. Tenía, él
mismo lo dijo, «la mala costumbre
de ser siempre protagonista».
Tras
el personaje público del escritor
que no paraba de enviar a la imprenta libro
tras libro (llegó a poner en el
mercado 11 en un solo año) se escondía
un ser triste, finalmente solitario tras
haber roto sus relaciones con casi todos
sus colegas y a la defensiva contra un
mundo que nunca entendió del todo
y que le premió con abundancia pero
a destiempo.
La
vida, que le puso en dificultades en
sus primeros años, volvió a
golpearle con la muerte de Pincho, su único
hijo, cuando apenas tenía seis años.
Sus restos serán incinerados hoy
y depositados junto al nicho donde se conservan
las cenizas del niño, en el cementerio
madrileño de La Almudena. Allí,
despojado de su propia máscara,
ha llorado año tras año,
cada 24 de julio, desde hace cuatro décadas.
Era uno de los pocos momentos en los que
el Umbral público dejaba ver al
ser desvalido y atormentado que había
debajo. Hace bastantes meses que el personaje
Francisco Umbral desapareció de
escena. Quien murió ayer fue Francisco
Pérez Martínez
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