«Valladolid, que todo lo
ha tenido y todo lo ha perdido, es
la melancolía» |
El escritor ha dado unos datos
biográficos no comprobables |
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A
finales de los años sesenta y
principios de los setenta, las Ferias
de Valladolid se pregonaban en el salón
de Recepciones del Ayuntamiento, en el
transcurso de un acto solemne al que
daban color los maceros y al que asistía
la reina de las fiestas con su corte
de damas. Duraba más de una hora
y terminaba con la Coral Vallisoletana
cantando ‘Castellana, castellana’ después
de que el alcalde gritara ‘¡Viva
San Mateo!’, en cuyo honor se celebraban.
Como protagonista se elegía siempre
a una gran personalidad de la ciudad,
encargado de pronunciar un discurso en
el que se invitaba a la diversión
después de trazar una parte de
la historia de la urbe y narrar sus experiencias
en ella.
Pues
bien, el pregonero de las Ferias de 1970
fue Francisco Umbral.
Llegó precedido
por la fama que como escritor y periodista
vallisoletano ya tenía y llenó a
rebosar el salón con sus admiradores
y lectores de los artículos que
publicaba diariamente en EL NORTE DE CASTILLA.
Sin embargo, casi todo aquel público
entusiasta fue cambiando de color a medida
que hablaba y al final solo unos pocos
rompieron a aplaudir con calor mientras
el resto, que no sabía si reír
o llorar, lo hacía por mera cortesía.
Y
es que Umbral, que fue un escritor vallisoletano
hasta unos años después de
trasladarse a la capital, donde se convirtió en
madrileño, recordó la ciudad
de sus Ferias, que era también la
de la posguerra, pobre, gris e injusta
con sus hijos. «Valladolid, mi Valladolid
de entonces, era un fiesta. Una fiesta
triste y negra, de guerra y de luto, pero
cantaba la edad dorada de la infancia y
yo era un niño en una calle larga
y fría, calle de San Blas, con huertas
y monjas y ebanistas y sombrererías.
Habían puesto en las fachadas unos
carteles como para anunciar la guerra,
carteles con alambradas y palomas, y cascos
y cañones. Los moros y los regulares
venían al anochecer. Los regulares
pasaban en sus camiones, desde Capitanía,
y los moros aparecían, lentos, entre
las sombras de la Plaza de San Miguel»,
dijo el pregonero como prólogo.
Anunció luego
que estaba escribiendo una novela sobre
Valladolid, «que
titulo ‘La muerte adolescente’,
porque aquí fue mi descubrimiento
de la muerte, que es siempre adolescente,
ya que en la adolescencia la descubrimos,
la conocemos, aprendemos su nombre. La
novela va dedicada a los desvencijados
niños de la guerra, que comieron
conmigo el pan negro de salvados y la tajada
del miedo». Madre
y madrastra
Muchos
años después,
ese discurso que Umbral hizo, como siempre,
como si le saliera de muy adentro y no
necesitase notas ni folios en los que apoyarse,
ha cobrado todo su sentido y demuestra,
paradójicamente, el amor de Umbral
por su ciudad envuelto en ramalazos de
odio nacidos de la impotencia porque las
cosas no son siempre como uno quisiera
que fueran.
Niño de la guerra y de la posguerra,
Umbral creció con el temor que es
de suponer existiría en una familia
con algunos de sus miembros considerados
republicanos, como la madre del escritor,
que trabajó de secretaria con Antonio
García Quintana, el alcalde fusilado
de Valladolid.
Sin
embargo, Umbral reconoce al final del
pregón que la ciudad
de 1970 no es ya la de treinta años
antes. Ha crecido, ha cambiado, se ha industrializado
y modernizado. Es, incluso, una ciudad
alegre, «aunque Valladolid, que todo
lo ha tenido y todo lo ha perdido, es,
para mí, la melancolía».
Una
ciudad, dijo también, «madre
madrastra, que me enseño a hablar
bien y a escribir regular».
Probablemente
sea ese pregón el
más completo testimonio de la relación
que Umbral mantuvo siempre con un lugar
que no podía olvidar y al que volvió en
varias ocasiones para pronunciar conferencias
y participar en encuentros, congresos y
diversos actos, sobre todo si tenían
alguna relación con Miguel Delibes,
a quien consideraba su indiscutible maestro.
Uno
de esos regresos tuvo lugar diez años
después de aquel pregón,
cuando Umbral participó en el Aula
de Cultura de EL NORTE. Era el mes de mayo
y antes de la conferencia el escritor firmó ejemplares
de sus obras en la Feria del Libro, infinitamente
más modesta que ahora y que ocupaba
la Plaza Mayor. Luego, mantuvo un encuentro
con los lectores y los representantes de
los medios de comunicación en el
que lució sus armas de autor ingenioso,
iconoclasta, por encima del bien y del
mal, que engolaba la voz y resultaba, a
veces, insoportable.
Sin
embargo, poco después
demostró que
todo aquello era una pose bien estudiada
de la que se desprendía cuando se
encontraba a solas con la periodista que
le entrevistaba, sobre todo si esta era
nacida en Valladolid. De aquella conversación
recuerdo las veces que mencionó sus
vínculos con la ciudad, que escuchaba
las preguntas atentamente y que las contestaba
con una voz normal, extendiéndose
en las respuestas y sin dar el menor signo
de impaciencia. Contradicciones
Después he hablado
varias veces con el escritor por teléfono,
y siempre se ha producido el mismo fenómeno.
La falsa voz con la que contestaba desaparecía
como por ensalmo en cuanto decías
desde dónde llamabas. En ese momento,
el falso Umbral se iba y surgía
el otro, el auténtico, dispuesto
a hablar de lo que fuera sin ningún
problema.
Aunque
quizá los dos ‘umbrales’ fueran
uno, de la misma forma que las dos voces
le pertenecían. Porque el escritor
que, probablemente, más veces ha
recordado su infancia y toda su vida, ha
dado continuamente unos datos biográficos
que no son nunca comprobables sino interpretables.
Es decir, se ha movido siempre literariamente
entre dos formas expresivas, «el
realismo, como actitud moral, y el anti-
rrealismo como práctica estética»,
según explica Javier Villán
en el libro editado con ocasión
de la concesión al escritor del
Premio Provincia de Valladolid 1994 a la
Trayectoria Literaria.
Porque
Francisco Umbral ha hablado de sí mismo
en casi todos sus libros, muchos de ellos
autobiográficos, a través
de un juego que consiste en ocultar los
hechos reales o en transformarlos a su
gusto y conveniencia. Es decir, se inventó no
solo una biografía sino un personaje
y lo ha interpretado con total maestría.
Lo fue creando desde la infancia, probablemente
para huir de un mundo que no le gustaba
o porque necesitaba creer que las cosas
habían sido de otra forma. Pero
luego ha basado en ese misterio toda su
obra literaria.
Como
resultado surgió esa
relación
de amor-odio que mantuvo con Valladolid,
ya que en la ciudad transcurrieron su infancia
y adolescencia, las etapas que más
falseó, como demostró en
el 2004 en un libro, ‘’El frío
de una vida’, Anna Caballé,
profesora de Literatura en la Universidad
de Barcelona. Sin embargo, en ese misterio
residió parte del indiscutible atractivo
de su obra.
El lugar de las raíces y
las vivencias más hondas |
«Me hace mucha ilusión
que mis paisanos se acuerden de mí»,
dijo Francisco Umbral cuando conoció,
el 21 de febrero de 1995, que había
recibido el Premio Provincia de Valladolid
a la Trayectoria Literaria. Recordó entonces,
en una breve entrevista hecha por
teléfono, que el premio de
la Diputación era, sin embargo,
el segundo que lograba en su ciudad. «Cuando
tenía 13 o 14 años
conseguí uno del SEU, al que
no pertenecía porque todavía
no era universitario. El sindicato
había convocado un concurso
periodístico con ocasión
de unas regatas en el Pisuerga y
yo me fui a verlas, escribí un
reportaje que se publicó en
EL NORTE DE CASTILLA y lo gané.
Me dieron unas 90 o 100 pesetas».
Reconoció entonces
Umbral –que
estaba preparando un diccionario
de literatura española– que
hay en sus novelas muchas páginas
de prosa lírica. «Es
una constante en mi obra, sobre todo
en los libros que he dedicado a Valladolid,
a describir el Campo Grande, la Iglesia
de la Antigua o el Palacio de Santa
Cruz –en esa plaza jugaba cuando
era niño–, porque en
la ciudad están las raíces,
la familia, las vivencias más
profundas, la evocación, el
recuerdo». «En cambio –añadió– cuando
escribo de Madrid sale el prosista».
Aquel
día y en esa entrevista
Umbral hizo otra declaración
de amor a su tierra, en la que sabía
que no nació porque las circunstancias
familiares aconsejaron el traslado
de la madre a otro lugar. «Siempre
me ha interesado trabajar también
con el castellano, que es el español
que se habla en Castilla. Me he inventado
idiomas –reconoció– pero
siempre he sido fiel a mis raíces
castellanas y vallisoletanas».
Unas
raíces que el escritor
describía con los versos de
Jorge Guillén dedicados al
Valladolid profundo. |
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