Seducido por la seducción

El Umbral escritor deja un centenar de títulos entre ensayos, memorias y una personal forma de entender la novela, transida por su condición de cronista social

V.M.Miño

 

Junto a Pérez-Reverte, De Prada y Rigalt

 

Umbral conversa con José Hierro

 

 

 

«Soy como una puta que se fotografía con mucha gente», decía de sí mismo en una entrevista televisiva Francisco Umbral. Versátil en compañías, guinda de tantos martinis decisivos para la ‘modernización’ de España, también lo fue en su relación con las palabras. Con ellas se batió en casi todas las pruebas, la velocidad del artículo periodístico diario, el medio fondo del relato y el maratón de la narración larga. Y en esta última se diversificó en el Umbral memorialista, el novelista y el ensayista. Aunque no frecuentó la poesía, hay quien lee más versos en ‘Mortal y rosa’ que en muchos poemarios.

Este escritor, que vivía de los castillos de palabras que levantaba cada día, ha dejado un centenar de títulos, de los cuales más de un tercio son novelas, ese «género burgués». Editadas y vendidas como tales, primero por Destino y luego por Planeta, no pasarían los controles de calidad si el género en literatura fuera tan sencillamente clasificable como otros materiales.
Umbral no se entretuvo en inventar mundos en los que manejar a sus criaturas de ficción, sino que se convirtió a sí mismo, a su entorno, al trasfondo político y social que alimentaba sus crónicas sociales, en literatura. Y es que para el este ‘voyeur’, «la literatura no consiste en inventar, sino en observar». El deseo como lector –«busco en el pensamiento y en todo lo escrito las pequeñas verdades personales de cada hombre concreto y no absolutamente tonto», diría en ‘La noche que llegué al Café Gijón’– guió su Olivetti de escritor. «No me interesan nunca las historias (todavía me pregunto si soy novelista, ya viejo). De una novela me interesa ante todo el estilo y luego los ambientes, los climas las ciudades, los paisajes», afirmaba en ‘Los cuadernos de Luis Vives’.

Alumno de Valle-Inclán

Así que, sin darle demasiada importancia al ‘qué’, Umbral consideraba el ‘cómo’ de forma mayúscula porque «escribir es un verbo intransitivo». «El estilo es la seducción», consideraba este aficionado de la sentencia.
Y como seductor seducido tenía de maestro literario a Valle-Inclán, a quien dedicó dos ensayos por considerarle «el mayor/mejor escritor español de todos los tiempos, en cuanto a facultades. No digo, pues, que no haya otros más profundos o trascendentales».

Popularizó la voz de ‘snob’, ese sinenobilis que era él mismo, y dandy, y a ellos se refirió de forma constante en artículos y libros. Wilde encabezaba la lista internacional y Ramón Gómez de la Serna, la nacional. Fuera de sus autores de referencia, la literatura fue un mundo que le procuró tantos amigos como enemigos. A las cuitas propias de quien ha sido juzgado por tantos jurados, de los que salió mayoritariamente vencedor, se unen las provocadas por él. El ‘Diccionario de Literatura’, que publicó en 1995, levantó ampollas en familias de escritores de posguerra ya desaparecidos, como García Hortelano, y entre las últimas peleas públicas destaca la mantenida con Pérez-Reverte.

Dolor en primera persona

El Umbral narrador ubica en la ciudad de su infancia, Valladolid, sus primeras novelas. La vida en provincias es la quintaesencia de la España franquista que describe su pluma. De mediados de los sesenta a primeros de los setenta, la bruma del Pisuerga es la atmósfera de sus novelas. El fin de esa etapa hay quien la pone en ‘Las ninfas’, novela con la que consiguió el Nadal. La importancia del retrato sociológico de sus obras puede resultar su lastre.

Su novela más aplaudida del momento es ‘Mortal y rosa’, en la que el sarcástico Umbral, el domador de la palabra, el gimnasta del calificativo, se desnuda para contar desde una difusa primera persona la muerte de su hijo. La muerte desde la vida, «estoy oyendo crecer a mi hijo». El sofisticado notario de largos de falda y chaneles de número impar exhibe ese «mundo personal», esa voz única, que busca como lector. De pronto, el universo doméstico saca la mejor punta al autor que había elevado a acepciones de uso culto vocablos como ‘follar’, ‘morbo’ o ‘polvo’. Quién sabe las veces que repetidas en sus obras han justificado en la RAE su inclusión en diccionarios varios. Precisamente esta fue la única institución del ‘establisment’ literario que se le resistió. Ni el respaldo de Delibes, Areilza y Cela fueron suficientes. La Academia demandaba entonces voces de la economía y ganó José Luis Sampedro.

La citada ‘Mortal y rosa’ es para algunos críticos la novela española más moderna del último cuarto del siglo XX. Quizá porque no hay un hilo argumental propiamente dicho, porque la narración bebe de la impresión interior, del diálogo narrado, de la enumeración, incluso de los versos intercalados. Precisamente el título y la primera cita son de Salinas. «Salinas es quizá el profesor de todos los poetas y el más poeta de todos los profesores. Persiguió esa ‘corporeidad mortal y rosa donde el amor inventa su infinito’. ¿La consiguió?», se preguntaba.

Heredero del barroco

Su quehacer literario alterna novelas con libros de memorias e híbridos entre el ensayo sociológico y el análisis político. Si su maestría en el articulismo descansa en el adjetivo, como manda la escuela de Pla, su condición de narrador se sustenta en el nombre, común y propio. López Ibor considera su caligrafía muy «curiosa para un psiquiatra», nos hace saber en ‘Los alucinados’. En ese mismo libro reconoce que «aprendí a escribir sin dudar un momento, a no apagarme, gracias a González-Ruano y al hambre». Y a medida que se psicoanalizaba a través de sus memorias continuas fue encontrando su referente en el barroco «me sentía heredero de su burla, su metáfora y su hermosa curvatura». Ahí está su obra para constatarlo. Deja gata, mujer y muchos imitadores.