«Soy
como una puta que se fotografía
con mucha gente», decía
de sí mismo en una entrevista
televisiva Francisco Umbral. Versátil
en compañías, guinda de
tantos martinis decisivos para la ‘modernización’ de
España, también lo fue
en su relación con las palabras.
Con ellas se batió en casi todas
las pruebas, la velocidad del artículo
periodístico diario, el medio
fondo del relato y el maratón
de la narración larga. Y en esta última
se diversificó en el Umbral memorialista,
el novelista y el ensayista. Aunque no
frecuentó la poesía, hay
quien lee más versos en ‘Mortal
y rosa’ que en muchos poemarios.
Este
escritor, que vivía de los
castillos de palabras que levantaba cada
día, ha dejado un centenar de títulos,
de los cuales más de un tercio son
novelas, ese «género burgués».
Editadas y vendidas como tales, primero
por Destino y luego por Planeta, no pasarían
los controles de calidad si el género
en literatura fuera tan sencillamente clasificable
como otros materiales.
Umbral no se entretuvo en inventar mundos
en los que manejar a sus criaturas de ficción,
sino que se convirtió a sí mismo,
a su entorno, al trasfondo político
y social que alimentaba sus crónicas
sociales, en literatura. Y es que para
el este ‘voyeur’, «la
literatura no consiste en inventar, sino
en observar». El deseo como lector –«busco
en el pensamiento y en todo lo escrito
las pequeñas verdades personales
de cada hombre concreto y no absolutamente
tonto», diría en ‘La
noche que llegué al Café Gijón’– guió su
Olivetti de escritor. «No me interesan
nunca las historias (todavía me
pregunto si soy novelista, ya viejo). De
una novela me interesa ante todo el estilo
y luego los ambientes, los climas las ciudades,
los paisajes», afirmaba en ‘Los
cuadernos de Luis Vives’. Alumno
de Valle-Inclán
Así que,
sin darle demasiada importancia al ‘qué’,
Umbral consideraba el ‘cómo’ de
forma mayúscula
porque «escribir es un verbo intransitivo». «El
estilo es la seducción», consideraba
este aficionado de la sentencia.
Y como seductor seducido tenía de
maestro literario a Valle-Inclán,
a quien dedicó dos ensayos por considerarle «el
mayor/mejor escritor español de
todos los tiempos, en cuanto a facultades.
No digo, pues, que no haya otros más
profundos o trascendentales».
Popularizó la
voz de ‘snob’,
ese sinenobilis que era él mismo,
y dandy, y a ellos se refirió de
forma constante en artículos y libros.
Wilde encabezaba la lista internacional
y Ramón Gómez de la Serna,
la nacional. Fuera de sus autores de referencia,
la literatura fue un mundo que le procuró tantos
amigos como enemigos. A las cuitas propias
de quien ha sido juzgado por tantos jurados,
de los que salió mayoritariamente
vencedor, se unen las provocadas por él.
El ‘Diccionario de Literatura’,
que publicó en 1995, levantó ampollas
en familias de escritores de posguerra
ya desaparecidos, como García Hortelano,
y entre las últimas peleas públicas
destaca la mantenida con Pérez-Reverte. Dolor
en primera persona
El
Umbral narrador ubica en la ciudad de
su infancia, Valladolid,
sus primeras novelas.
La vida en provincias es la quintaesencia
de la España franquista que describe
su pluma. De mediados de los sesenta a
primeros de los setenta, la bruma del Pisuerga
es la atmósfera de sus novelas.
El fin de esa etapa hay quien la pone en ‘Las
ninfas’, novela con la que consiguió el
Nadal. La importancia del retrato sociológico
de sus obras puede resultar su lastre.
Su
novela más aplaudida del momento
es ‘Mortal y rosa’, en la que
el sarcástico Umbral, el domador
de la palabra, el gimnasta del calificativo,
se desnuda para contar desde una difusa
primera persona la muerte de su hijo. La
muerte desde la vida, «estoy oyendo
crecer a mi hijo». El sofisticado
notario de largos de falda y chaneles de
número impar exhibe ese «mundo
personal», esa voz única,
que busca como lector. De pronto, el universo
doméstico saca la mejor punta al
autor que había elevado a acepciones
de uso culto vocablos como ‘follar’, ‘morbo’ o ‘polvo’.
Quién sabe las veces que repetidas
en sus obras han justificado en la RAE
su inclusión en diccionarios varios.
Precisamente esta fue la única institución
del ‘establisment’ literario
que se le resistió. Ni el respaldo
de Delibes, Areilza y Cela fueron suficientes.
La Academia demandaba entonces voces de
la economía y ganó José Luis
Sampedro.
La
citada ‘Mortal y rosa’ es
para algunos críticos la novela
española más moderna del último
cuarto del siglo XX. Quizá porque
no hay un hilo argumental propiamente dicho,
porque la narración bebe de la impresión
interior, del diálogo narrado, de
la enumeración, incluso de los versos
intercalados. Precisamente el título
y la primera cita son de Salinas. «Salinas
es quizá el profesor de todos los
poetas y el más poeta de todos los
profesores. Persiguió esa ‘corporeidad
mortal y rosa donde el amor inventa su
infinito’. ¿La consiguió?»,
se preguntaba. Heredero
del barroco
Su
quehacer literario alterna novelas con
libros de memorias
e híbridos entre
el ensayo sociológico y el análisis
político. Si su maestría
en el articulismo descansa en el adjetivo,
como manda la escuela de Pla, su condición
de narrador se sustenta en el nombre, común
y propio. López Ibor considera su
caligrafía muy «curiosa para
un psiquiatra», nos hace saber en ‘Los
alucinados’. En ese mismo libro reconoce
que «aprendí a escribir sin
dudar un momento, a no apagarme, gracias
a González-Ruano y al hambre».
Y a medida que se psicoanalizaba a través
de sus memorias continuas fue encontrando
su referente en el barroco «me sentía
heredero de su burla, su metáfora
y su hermosa curvatura». Ahí está su
obra para constatarlo. Deja gata, mujer
y muchos imitadores.
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