
Vista exterior del Museo de la Ciencia.
/A. E. Caño
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El
Museo de la Ciencia se ha construido en
el lugar conocido como el pago de Vistaverde,
donde se encontraba la antigua fábrica
de harinas ‘La rosa’, un pequeño
complejo industrial que funcionaba desde
el siglo XIX, cuya fachada se ha respetado
para albergar las salas de la exposición
permanente. Son 11.000 metros cuadrados
de gran encanto y atractivo, tanto exterior,
como interior.
El
museo resulta atrayente para el público,
y no sólo por sus contenidos, sino
también por una serie de encantos
arquitectónicos que podrían
pasar desapercibidos si no se presta una
especial atención. Como ejemplo basta
citar el aparcamiento, «que está
construido con unos cimientos situados a
dos metros por debajo del nivel actual de
la solera, de tal forma que si fuese necesario
ampliar la zona de exposición, este
aparcamiento, cubriendo los espacios entre
vigas, serviría para crear una sala
de 2.850 metros cuadrados con casi cinco
metros de altura», explica Enrique
de Teresa, uno de los arquitectos del proyecto.
Entre
esos atractivos figura la creación
de la cubierta del aparcamiento como si
fuera un jardín colgante, tratando
de favorecer el paseo por la pasarela, otro
de los elementos decisivos y singulares
del museo, que permite al público
cruzar por encima de otros paseos, de las
islas y del cauce del río Pisuerga.
La
pasarela está formada por una estructura
metálica poligonal, cuya sección
base es un hexágono a través
del cual discurre el tablero y por lo tanto
los paseantes. «Esa figura, formada
por anillos paralelos, permite construir
una sensación de espacio cerrado,
más acogedor para el público.
Es una estructura formada por tres tramos:
uno principal de 110 metros, que iría
desde la calle Juan Altisent, hasta la isla
principal; el segundo, se prolonga con una
sección similar, pero de menor tamaño,
hasta la isla más próxima
al museo, y el tercero, que se convierte
en un brazo más del museo, a través
de una pasarela de hormigón».
La
torre
La
plaza sur del museo, que recuerda a los
espacios urbanos que
presentan muchas plazas italianas
del medievo, también se encuentra
dominada, al igual que éstas, por
un elemento principal: la torre. Según
Enrique de Teresa, «el edificio quiere
mostrar que es público, y la torre
contribuye a la singularidad de esa condición.
Quiere manifestarlo a un nivel territorial,
tanto de día como de noche –en
este caso, se convierte en una especie de
faro–».
Es
una torre que no crece desde el suelo, porque
su núcleo central es como una mano
que soporta todo su volumen, y está
concebida como un depósito de gas,
cuya estructura se proyecta al exterior.
«Permite aguantar las presiones, lo
mismo que los depósitos de gas, pero
también resuelve problemas reales
como la limpieza, el mantenimiento, las
salidas de emergencia y protección
del sol, gracias a sus bandas horizontales».
El
museo también cuenta con cafetería
en su planta baja –con terraza con
vistas al río–, un salón
de actos para 300 personas y un restaurante,
en lo alto de la torre, con ascensor independiente.
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